Podemos ver con frecuencia reportajes de robots que juegan al futbol, bailan o hacen alguna otra actividad curiosa como ejemplo de lo que pueden llegar a conseguir hacer estos artilugios. Los gigantes tecnológicos ya comercializan asistentes electrónicos con los que puedes mantener una cierta conversación y darles órdenes para que realicen tareas sencillas por ti como una búsqueda en internet o reservar mesa en un restaurante. Y también podemos leer datos como que ya “trabajan” 45.000 robots en los almacenes de Amazon o que se estima que en 2018 más de tres millones de trabajadores tendrán un jefe robot. Parece entonces que no es ciencia ficción el que, algún día, un robot podrá hacer tu trabajo… y probablemente mejor que tú.

Porque claro, los robots no necesitan ni descansar, ni parar para ir al baño, siempre harán caso al jefe sin cuestionar ninguna de sus decisiones, dudo mucho que se pongan a discutir entre ellos sobre cuál es la mejor manera para hacer algo, aprenderán de sus errores porque éstos les servirán para mejorar los algoritmos de programación que les gobiernan, no pedirán aumentos de sueldo, y estarán encantados de hacer una y otra vez el mismo trabajo repetitivamente porque así  podrán aprender a hacerlo cada vez mejor. Y cuando empiecen a dar fallos de funcionamiento porque sus piezas acusan el desgaste, pues nada, se les sustituye por otro robot más moderno y probablemente más barato de mantener y listo (en esto sí que puede que se parezcan a los humanos, ¿verdad?).

En resumen, los robots serán empleados perfectos. Y no es una utopía futurista sino que es una realidad mucho más cercana de lo que les pueda parecer a algunos. Con este panorama, ¿deberíamos estar preocupados por nuestros puestos de trabajo, o al menos por el trabajo de nuestros hijos? Puede parecer que sí, pero sin embargo hay ciertas cosas que siempre podremos hacer mejor que el robot más avanzado que se pueda diseñar porque tenemos capacidades que una máquina no podrá imitar.

Por ejemplo, la capacidad de comunicar, de hacernos entender adecuando nuestro mensaje al nivel de la persona que nos está escuchando porque no todo el mundo tiene los mismos conocimientos ni le interesa los mismos aspectos de nuestro trabajo. O la capacidad de negociación, de saber llegar a acuerdos con otros compañeros o con clientes y proveedores,  de manera que nadie se siente vencedor ni vencido. O la facilidad para adaptarnos a las circunstancias cambiantes (sin que tenga que venir un informático a reprogramar nuestro software), a un mercado con un nuevo competidor, a un cliente que nos pide algo que nunca nos habían pedido o simplemente a un compañero un poco más “especial” de lo normal. O esa habilidad pasar saber cuándo y como decir que NO a una petición que no debemos hacer porque nos va a impedir llegar a tiempo con otra tarea más importante que sí debemos terminar, aunque en otra ocasión puede que sí tengamos que hacer ese favor que nos están pidiendo porque a veces hacer un favor es realmente una oportunidad de ganarnos a otra persona que seguro que más adelante nos ayudará a nosotros cuando lo necesitemos.

No veo a un robot haciendo todas esas cosas. O puede que sí, pero las haría mal seguro. La conclusión es que debemos intentar siempre aportar un valor diferencial a nuestro trabajo, un componente humano, algo así como un toque personal que nos haga reconocibles. En realidad, se trata de crearnos una marca personal en el trabajo en base a unas cualidades que sean valoradas no solo por nuestros jefes sino y más importante, por nuestros compañeros y colaboradores. Si lo logramos, podemos estar tranquilos porque por mucho que avance la tecnología, nunca habrá un robot capaz de mejorar nuestro trabajo.