Cuenta la leyenda que un día la Mentira y la Verdad se encontraron en un río. Entonces, la Mentira le dijo a la Verdad:

– Buenos días, doña Verdad

Y la Verdad, que no se fiaba mucho de su nueva amiga, comprobó si realmente era un buen día. Miró al cielo azul sin nubes, escuchó cantar a los pájaros y llegó a la conclusión de que, efectivamente, era un buen día.

– Buenos días, doña Mentira.

– Hace mucho calor hoy, dijo la Mentira.

Y la verdad vio que tal y como decía la Mentira, era un día caluroso.

La Mentira entonces invitó a la Verdad a bañarse en el río. Se quitó la ropa, se metió al agua y dijo:

– Venga doña Verdad, que el agua está muy buena.

Por aquel momento la Verdad ya sí se fiaba de la Mentira, así que se quitó la ropa y se metió al río. Pero entonces, la Mentira salió del agua y se vistió con la ropa de la Verdad mientras que la Verdad se negó a vestirse con la ropa de la Mentira, prefiriendo salir desnuda y caminar así por la calle. La gente no decía nada al ver a la Mentira vestida con la ropa de la verdad, pero se horrorizaba al paso de la Verdad desnuda.

Una fábula que admite muchas interpretaciones morales y que también simboliza perfectamente el que, a mi juicio, es el principal pecado de muchas empresas o grupos de trabajo: prefieren autoengañarse creyendo una mentira que eso sí, está muy bien presentada para que parezca verdad, antes que enfrentarse a la auténtica verdad sin tapujos. La historia está llena de ejemplos: la empresa de carretes fotográficos que nunca reconoció el auge de las cámaras digitales a pesar de las primeras cifras de ventas o el fabricante de teléfonos móviles que ignoró la fiebre por las grandes pantallas en lugar de los teclados.

Esto de preferir la mentira disfrazada de verdad es de lo más humano. Para todos nosotros nuestro hijo es el más guapo y las grandes orejas de soplillo que tiene le dan un toque gracioso a su cara. Pero en un entorno profesional donde las decisiones deben ser calculadas y normalmente poco emocionales, habría que quedarse con la verdad. Como me decía un buen amigo una vez, hay departamentos que persiguen la verdad (se refería a equipos técnicos que buscan medir la eficiencia de una máquina, por ejemplo) mientras que hay otros huyen de la verdad, dándole vueltas y vueltas hasta que parezca otra cosa.

En una empresa o grupo de trabajo, el objetivo no es siempre encontrar la verdad. A veces, se trata de que el jefe de turno deje su impronta para lo que es necesario deshacer lo que hiciera el jefe anterior. En otras ocasiones, se trata de tomar decisiones políticamente correctas aun a sabiendas de que no es lo que se necesita en ese momento… En cualquier caso, se tiende a mirar con mejores ojos datos incompletos o meras estimaciones que ayuden a corroborar ideas preconcebidas antes que las pruebas ciertas que indiquen que no se va por el buen camino.

Y sin embargo, una mentira por pequeña y piadosa que sea, no deja de ser un obstáculo para la confianza. Si sale a la luz, una mentira puede arrojar dudas sobre cien verdades anteriores haciendo que nos cuestionemos experiencias anteriores que creíamos verdaderas. Y la falta de confianza acaba repercutiendo en falta de rendimiento y de resultados en un entorno laboral.

Pero como decía anteriormente, esto de disfrazar la mentira de verdad es de lo más humano. Leí un artículo que citaba un estudio de una prestigiosa universidad americana (como siempre) que decía que mentimos en un 35% de nuestras conversaciones. Me lo creo. Pero al menos, seamos conscientes de ello y de que mucho de lo que vemos en el día a día del trabajo no es exactamente lo que parece.