Todos tenemos muchos motivos para quejarnos de nuestro trabajo. Sea cual sea tu actividad, seguro que encuentras razones tremendamente reales y claramente objetivas para quejarte. Siempre las hay. Pero curiosamente, hay un tipo especial de personas que, al identificar situaciones que no les gustan, optan por contraponer la acción a la queja. Y buscan aportar su granito de arena poniendo foco y energía sólo en aquello que ellas mismas pueden cambiar.
Podríamos resumir estereotipos diciendo que, en la empresa, hay tres tipos de personas: las silenciosas que rara vez opinan de algo, las que lloriquean constantemente en busca de audiencia y las que, sin muchas alharacas tratan de mejorar en lo que pueden. Estas son a las que admiro, de las que me gusta rodearme.
Las admiro no sólo porque saben convivir con cierta alegría con toda la basurilla cósmica que acompaña el día a día de una empresa y de un equipo. Las admiro porque, teniendo un espíritu crítico brutal, son capaces de trascender su disgusto para focalizarse y tirar p’adelante buscando mejorar su contexto y de paso, el de quienes les rodean. Las admiro porque transforman sin despeinarse su insatisfacción en acción.
Este tipo de personas, lejos de ser unas fofi-alegres abducidas por los cantos de sirena de los gurús del positivismo, son muy, pero que muy exigentes. Y por eso, no pueden estar ni un segundo quietas cuando algo les molesta. En cuanto detectan algo que les incomoda, lejos de quejarse, comienzan a darle al coco.
¿Qué cualidades envidio en las personas “que hacen” y que las diferencia de las “que lloran?
- Huyen del victimismo. En cualquier encuentro informal, optan por dirigir la conversación hacia el fin de semana, las excursiones en la sierra, los niños o la última peli que han visto. Pero desaparecen de la máquina del café en cuando la conversación adquiere ese tono pastoso que comienza con “lo que habría que hacer es”.
- Asumen su cuota de responsabilidad. Pasan en seguida del “es que” al “y yo”. Nunca lo dicen pero no piensan en otra clave que no sea el “qué puedo hacer para”, qué voy a hacer para”. Discurren mucho.
- No piden permiso. Porque no se ofuscan con todo lo que no controlan. Se focalizan en aspectos que ellos mismos pueden cambiar. Así es que se ponen las pilas en su ámbito de actuación. Piensan en el coco y luego mueven la ficha calladamente. Y sólo entonces levantan la vista para preguntar qué tal.
- No dicen, hacen. Siempre se comen el elefante a cachos. Saben que no van a cambiar el mundo, pero no les importa. Se centran en solitario en aquel pequeño aspecto al que han hincado el diente. Hacen pequeñas cosas, pero siempre las acaban.
- No les importa el resultado, porque el proceso les motiva suficiente. Les pone mil veces más intentarlo que conseguirlo. La mejora continua les recarga su energía emocional. Y saben que el impacto que eso tienen en su propia percepción del trabajo y de la vida.
- Nunca dejan de proponer. Porque saben que luchar no garantiza el éxito, pero llorar garantiza seguir llorando. Están acostumbrados a equivocarse, pero saben bien cómo gestionar con éxito sus errores.
- Desbordan pasión. Se creen profundamente capaces. Porque se han demostrado mil veces que lo son. No buscan demostrar nada a nadie, porque no necesitan hacerlo. Y se ponen el mundo por montera. Porque pueden.
La buena noticia es que, a ser de los “que hacen” se aprende. Y el primer paso es pegarse a esos “hacedores” que siempre existen en todas las empresas. El segundo, alejarse todo lo posible de los malhumorados que nunca te van a llevar a ningún sitio. Quejarse es un modo de vida profundamente adictivo y hacer caso a los quejicas es la mejor manera de convertirte en uno de ellos.
Ya sabes que todo camino, por largo que sea, comienza por un primer paso.