Todos tenemos a un quejica en nuestro trabajo. Es esa persona a la que todo le parece mal y para quien criticar es un hábito porque para ellos, todo sin excepción es un desastre, desde la calidad del café de la máquina hasta la nueva estrategia de la empresa para subir en la Bolsa, pasando por supuesto por su situación personal que siempre es manifiestamente injusta… Son una mala influencia incluso para los que tratan de mantenerse al margen, porque si todo el rato estás escuchando mensajes negativos acabas poco a poco interiorizándolos como tuyos ya que es inevitable identificarse con alguna de esas quejas. La consecuencia final es que empeora el ánimo de todos, acaba cundiendo la negatividad y al final, disminuye la productividad del grupo.

Leía hace poco un artículo en el que se recogía una encuesta elaborada por Gallup en Estados Unidos que concluía que, sobre una muestra de 31.265 personas,  ni más ni menos que el 18% tenía un perfil de “quejica crónico”, unas cifras que el propio analista jefe de la encuesta tildaba de “desesperanzadoras”. La conclusión literal del analista era que la negatividad se está “propagando como un cáncer” en los centros de trabajo. Tengo la sensación de que en España ese resultado sería aun mayor.

¿Y por qué existen los quejicas? Porque si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que por lo general las personas más protestonas, que responden con más agresividad, que no hacen nada que se salga de su estricto cometido y que menos miran por el equipo suelen ser las que no son molestadas si surge cualquier problema o contratiempo. Será porque los jefes temen su reacción o solo por no desgastarse discutiendo con ellos, pero suelen salir indemnes del reparto de marrones. Por el contrario, se suele recurrir a aquel más dispuesto y que más mira por el equipo para asumir un trabajo extra, porque se sabe que no va a protestar y que lo va a sacar adelante.

Aunque no todos los quejicas son iguales. Yo los dividiría en dos grupos: el quejica “generalista” que es aquel que se queja  de cualquier cosa que salga en la conversación en ese momento: de lo inútil que es el jefe, de lo malo que es el proveedor, de los pocos medios que hay para trabajar o del calor que está haciendo este verano. No importa, todo está mal. Y por otro lado está el quejica “llorón”, que es el que centra sus cuitas especialmente en su situación personal: que cuanto trabajo tengo y que poco gano, que qué torpes son todos mis compañeros y solo ellos, que qué sinvergüenza es mi jefe o que por qué me tocan a mí todos los bolis que no pintan. Su vida, en comparación con las vidas de los demás, es un auténtico desastre. Y éste sí que verdaderamente busca conseguir un beneficio personal inmediato con tanta queja.

No digo que no haya que quejarse nunca y que haya que tragar con todo. Lo que pasa es que hay que saber quejarse, porque igual que sucede con saber decir NO, saber quejarse es una herramienta importante de éxito profesional. Hay que plantear la queja con actitud profesional y como un intento de mejorar tu productividad y la de tu empresa.  Si una queja se hace en el momento oportuno y busca un objetivo concreto que te beneficie no solo a ti mismo sino a todo el equipo, seguramente sea bien recibida. Hay que plantear la situación como algo que hay que cambiar a mejor y no como un ataque personal a otra persona, y describir de la forma más subjetiva posible la situación que se está produciendo y las consecuencias negativas que acarrea para nosotros y para la empresa. Y sobre todo, hay que proponer alternativas de solución, tratando de empatizar con la persona que tenemos enfrente.

Quejarse en general está mal visto. “Gruñón”,” llorica” o “protestón” son adjetivos claramente despectivos. No obstante, saber quejarse y hacerlo en el momento oportuno es una habilidad que nos ayudará seguro en nuestro desarrollo profesional. Es problema es cuando quejarse se convierte en un hábito. Entonces las quejas no sirven de nada y solamente contribuirá a crear mal ambiente en el trabajo.