Colaborar nos hace más eficientes porque nos permite aprovechar sinergias e identificar buenas prácticas. Colaborar nos ayuda a generar ideas y enfoques más innovadores. Nos aporta perspectivas diferentes y ello nos permite hacernos mejores preguntas y obtener mejores respuestas.

Cada vez que colaboramos en serio, conseguimos resultados difíciles de igualar. Trabajar en equipo siempre ha sido una buena cosa.

Pero al llevar la colaboración a un entorno remoto parece que nos estamos encontrando con alguna que otra ineficiencia.

¿El trabajo remoto lastra la colaboración?

El trabajo colaborativo (y con él, el tiempo dedicado al email, a los chats y al teléfono o las videollamadas) se ha duplicado en la última década hasta consumir el 85% del tiempo de trabajo de muchos de nosotros.

Por si esto fuera poco, la generalización del trabajo remoto durante la pandemia ha duplicado los tiempos de llamadas de voz y video y ha aumentado en un 65% el intercambio de mensajes.

Y, para empeorar las cosas, las demandas de colaboración cada vez comienzan más temprano en la mañana y se extienden más allá de la cena.

Lo que parecía algo bueno se está convirtiendo en un cáncer. Perjudicando los esfuerzos de las organizaciones por ser más ágiles e innovadoras.

Un cáncer que puede acabar llevándonos al agotamiento a todos.

¿Significa esto que solo es posible colaborar con garantías si nos podemos sentar alrededor de una mesa?

¡Nooo!

Los humanos estamos acostumbrados a ir en contra de las leyes de la física, desafiándolas con ingenios que retan a la gravedad o a la entropía. Hoy podemos, y debemos, remar de nuevo a contracorriente, aprendiendo a colaborar con efectividad, pero también con afecto y calor, en el medio digital.

Veamos el porqué de esta “sobrecarga” y cómo podríamos evitarla.

¿Qué acciones abarca la colaboración digital?

Conectar. La comunicación es una actividad constante: para repartir tareas, comunicar novedades, compartir datos relevantes, avisar de contratiempos… La tecnología actual nos permite comunicarnos en tiempo real o asincrónicamente.

Compartir. Cada tarea nos obliga a compartir documentos y archivos sin que su tamaño o tipo sea un problema. Todo el equipo tiene que acceder a la información en cualquier momento, en cualquier lugar y en cualquier dispositivo.

Diseñar. Hablar y escuchar no es suficiente para colaborar y mucho menos cuando necesitamos hacerlo para innovar. Necesitamos co-crear, llevar a cabo sesiones de brainstorming, o dibujar diagramas con la misma efectividad que cuando lo hacemos alrededor de una mesa.

Gestionar. La colaboración eficiente pasa por una buena coordinación. Por una gestión transparente de objetivos, metas y fechas límite. Por facilitar los reportes y la monitorización en tiempo real del progreso o los atascos.

Comprometer. Solo la empatía ayuda a prender la chispa de la motivación y del compromiso. Necesitamos ir más allá del ver y escuchar, entendiendo los sentimientos, las expectativas y las necesidades de cada persona del equipo.

Por tanto, no es posible la colaboración remota sin canales de comunicación que permitan que las partes trabajen juntas en un objetivo común. Ni sin mecanismos que permitan compartir la información de manera ágil.

Las herramientas de colaboración digital ¿han venido para ayudar?

OneDrive, Teams, Zoom, Slack, SharePoint, Yammer, Google Hangouts, Webex… Y también Kahoot, Mentimeter, … son ya “palabros” conocidos por casi todos.

Convocar y asistir a videoreuniones, compartir pantallas, visitar salas grupales, usar pizarras electrónicas son ya acciones tan naturales y frecuentes como las visitas a las máquinas de café.

Evidentemente, casi todas las acciones que necesitamos hacer tendrían una versión más “casera” sin ellas, pero quienes las hemos probado sabemos bien lo mucho que te facilitan la vida y todo el tiempo que te ahorras.

Tanto que nadie se plantea una experiencia de colaboración medianamente satisfactoria sin cosas como un espacio de almacenamiento compartido, con una biblioteca de documentos compartida (y si puede ser con alertas de notificación de modificaciones o la capacidad de co-editar), una herramienta de administración para el seguimiento de los deberes y las tareas completadas, un chat o un canal “social” para la comunicación interna más informal.

Unas buenas herramientas, sin duda, reducen costes y tiempos, hacen más accesible la información, mejoran la integración de los equipos y con ellas, su eficiencia.

Pero ojo.

Nunca, y tampoco ahora, una herramienta tuvo bondad o maldad. Una pistola puede servir tanto para matar como para salvar la vida. Las herramientas colaborativas nos mejoran la vida pero tampoco están exentas de riesgos. Conocerlos y para poder evitarlos es la única forma de asegurar de que vengan a ayudar.

¿Qué factores reman a favor de esta sobrecarga colaborativa?

Aunque la teoría esté bien entendida y la herramienta sea buena, es frecuente que lo que tengamos sobre la mesa sea una montaña de emails y mensajes y mil videoreuniones solapándose en la agenda. No es raro que la gente se queme cuando fallan las reglas de uso, las buenas prácticas y el sentido común.

¿Qué nos lastra?

La cultura del «Always-On»

Resulta que la sobrecarga colaborativa no es solo un problema de volumen. Tiene una consecuencia invisible, pero igualmente siniestra, en los costes de conmutación cognitiva cuando las microinterrupciones se multiplican.

Los psicólogos cognitivos han demostrado que el simple acto de responder a un mensaje nos impone un tiempo de recuperación de la tarea anterior de unos 60 segundos. Hasta 20 minutos si la tarea a la que volvemos es más compleja o si la interrupción ha sido un poco más larga.

Si bien es verdad que nos estamos acostumbrando para retomar más rápidamente tras las interrupciones, hacerlo nos genera una sensación de mayor carga de trabajo, más estrés y más frustración por el sobreesfuerzo que nos supone.

Esto siempre ha sido así. Lo que sucede ahora es que tenemos más interrupciones a lo largo del día, más interacciones que atender al mismo tiempo y más “estímulos de trabajo” fuera del horario de trabajo habitual.  

Nosotros mismos

Otra fuente crítica de sobrecarga proviene de nuestras motivaciones personales mucho más de lo que nos damos cuenta o nos gusta admitir. Tendemos a culpar al mundo, al correo, las reuniones, a los clientes o jefes que lo quieren todo para ayer y que, como no te ven, piensas que no tienes nada mejor que hacer que atender su requerimiento.

Pero, en mi experiencia, la mitad de las veces puedes identificar al culpable mirándote al espejo. Nos cuesta decir que no y nos resistimos a poner coto y límites a los tiranos de lo inmediato.

Procrastinamos una y otra vez el empezar esa tarea eternamente pendiente, dejando nuestra conciencia bien tranquila porque no hemos parado en todo el día.

Cada uno sabrá por qué lo hace.

Por ese deseo de ser aceptado de buen grado por tus compañeros, por contentar al jefe, por pereza ante la hoja en blanco, por ego y deseo de ser influyente o reconocido…O por el miedo a perder el control de un proyecto o resultado, por la necesidad de cerrar temas, por la aversión a la ambigüedad o por no ser menos que los otros.

Tanto es así, que solo quienes estructuran su trabajo y su atención para reducir este coste de “conexión permanente”, consiguen colaborar de manera eficaz, eficiente y afectiva.

Solo es quienes se sinceran con su yo interno, aprendiendo a identificar su desencadenante personal y desarrollan un “mantra” que les ayude a romper la inercia, consiguen reducir la sensación de sobrecarga.

La buena noticia, colaborar en digital de manera plena, relajada y satisfactoria, consiguiendo buenos resultados y buen rollo, es posible.

La mala. No podemos echarle la culpa de no conseguirlo a casi nada que no sea a nosotros mismos.

Aunque las empresas puedan ayudar y mucho. De cómo pueden hacerlo, hablaremos en otro post.

Eso sí, que quede claro. A disfrutar colaborando se aprende. Me consta.

@vcnocito