En la mitología griega Procusto, hijo del dios Poseidón,  era el dueño de una posada en las colinas de Ática. Cuando un viajero pasaba por allí, Procusto le ofrecía un techo y un trato cálido y agradable. Si el viajero aceptaba la oferta y se quedaba a dormir en su posada,  Procusto entraba en su habitación por la noche y le ataba las extremidades a la cama. Entonces, si el pobre viajero era más alto que la cama, le cortaba aquello que le sobresaliera (pies o cabeza) y si por el contrario la cama era más larga que el viajero, le estiraba para descoyuntarlo hasta conseguir su objetivo: que el huésped encajara perfectamente en la cama. De hecho, el verdadero nombre del posadero era Damastes y Proscuto era el apodo, que significa “estirador”. Y al parecer, Damastes (o Procusto, como queramos llamarlo) visitaba por las noches a todos los viajeros porque ninguno de ellos se adaptaba a las medidas de la cama ya que Procusto tenía dos habitaciones, una con una cama más larga que la otra, de manera que asignaba una u otra según fuera la altura del viajero, pero siempre con el objetivo de “actuar” por la noche. Fue el héroe Teseo quien acabó con Procusto retándole a comprobar si su propio cuerpo encajaba en una de sus camas, con lo que Procusto se tumbó en ella y Teseo pudo aplicarle así su propio tratamiento.

Aunque supongo que el fundador de Airbnb no conocía esta historia, Procusto sí ha llegado hasta nuestros días convertido en símbolo de uniformidad y de intolerancia a la diferencia. De hecho, ha dado nombre a lo que se conoce como “síndrome de Procusto” que puede definirse como la tendencia que tienen algunas personas u organizaciones a rechazar a los que tengan características diferentes a las suyas por miedo a ser cuestionados o superados por ellos.

Todos conocemos a algún Procusto: alguien que desprecia a quien destaca o sobresale y que vuelca sus esfuerzos en impedir que siga destacando. De hecho, en psicología se dice que hay procustos inconscientes, es decir, que están absolutamente convencidos de que tienen razón en todo lo que hacen y los demás no y por tanto ningunean a quien no piensa como ellos, y procustos conscientes, que son los que cuando ven capacidades sobresalientes en otros, tratan de poner todo tipo de trabas para mantener su estatus y no ser superados por gente mejor que ellos.

En el mundo de la empresa no es extraño que se den estos comportamientos. Jefes que por miedo a ser prescindibles o por pensar que sus ideas son las únicas válidas nunca reconocen el talento de los miembros de su equipo, frenan su desarrollo profesional e incluso llegan a empujarles para que se vayan. O también hay otros directivos que, al igual que el amigo Procusto, estiran (desarrollan) solo a aquellos colaboradores pequeños, que aun no han sobresalido, deformándolos para moldearlos a su imagen y semejanza en lugar de premiarlos con arreglo al verdadero potencial de cada uno. Se acaban generando así equipos estándar, en los que todos sus miembros son parecidísimos entre sí, y donde no se toleran diferencias ni hay iniciativas ni proactividad de ningún tipo y se fomenta la obediencia frente a la innovación.

Decía el gurú de la publicidad David Ongilvy que “si cada uno de nosotros contrata a gente de menor talla que la nuestra, nos convertiremos en una empresa de enanos. Pero si cada uno de nosotros contrata a gente que es más grande de lo que somos nosotros, nos convertiremos en una empresa de gigantes”. Comparto totalmente esa idea.  A veces te encuentras con líderes que basan su liderazgo en imponer normas, prohibiciones y límites que hacen que la organización no alcance el nivel óptimo de rendimiento. Son personas que temen al cambio y que no quieren escuchar ninguna opinión que no sea la suya propia. Actuando así, los “procustos” esconden su incapacidad para gestionar el talento de sus colaboradores y optimizar así los recursos puestos a su disposición. Malos jefes, gente tóxica en definitiva de la que es mejor mantenerse lo más alejado posible.