Saber cuándo un modelo está caduco es un signo de inteligencia. Quienes hemos formado parte de proyectos de cierta envergadura sabemos que el ajo se repite bien pronto. El momento en que tus compañeros o clientes asimilan como propio aquello que tú aportabas, siempre llega. Y entonces, lo reconozcas o no, tu propuesta como profesional pierde atractivo.
Ir de culo inquieto fanático de la novedad que aún no ha completado una tarea y ya la quiere cambiar, es una cosa. Repetir 27 veces aquello que tan bien funcionó una vez a base de refritos que no modifican sustancialmente el molde, otra muy distinta.
Por mucho que nos empeñemos, toda sorpresa acaba siendo rutina, todo brillo se apaga. La diferencia es que unos lo vemos pronto y a otros les cuesta la vida. Pero las señales que piden a gritos el cambio están ahí para quienes estamos dispuestos a mirar. Grandes ideas que devienen en pequeños retoques, ilusión mutante en escepticismo, un “déjà vu” que lo impregna todo. Son los signos evidentes de que el ciclo se acaba.
Las personas también nos “caducamos”
No sólo se resecan los productos, los mensajes al cliente o los modelos de producción. Las personas también perdemos fuelle cuando no somos capaces de innovar en nuestras tareas. Los comienzos suelen ser necesariamente creativos y por tanto tu desempeño fluye de manera tan eficaz que eres respetado y apreciado. Porque, además de escuchar, dices y haces cosas que son de valor para el equipo. Es el fruto de la ilusión y del trabajo bien hecho.
Cuanto mejor lo haces mayor es el riesgo de creerte que lo conseguido es tan bueno que gustará eternamente. Pero todas las fortalezas de hoy se acaban convirtiendo en debilidades mañana. Si te duermes en los laureles y te conformas con repetir el modelo que funciona sin obligarte en ningún momento a un rediseño a fondo, si dejas que tu complacencia triunfe sobre tu creatividad, llega otra fase de menor aportación.
Que las cosas salgan bien refuerza tanto la autoestima que es fácil creerse el rey. Pero quien se aferra a repetir acabará sin duda como corista trasnochada, aburriendo a las ovejas. Y no sé si aburrir sería lo peor que pudiera pasar. Porque no es pequeño el riesgo de transformar el lógico subidón del trabajo brillante en soberbia, creyéndote un gurú que todo lo consigue solo. Es la ceguera del emperador, que va tan desnudo y tan encantado de haberse conocido, que no hace otra cosa que el más grotesco de los ridículos.
El antídoto no es otro que el inconformismo
Tal vez nos cueste convencer a jefes y compañeros de que en ningún aspecto es buena cosa seguir repitiendo esa aproximación que tanto gustó y que tanta efectividad tuvo. La tentación de hacerlo es comprensible, la inercia es tremendamente poderosa. Y la pereza del cambio o del empezar de cero, aún más. Pero, como las camisas, las ideas admiten sólo un número determinado de lavados. Luego se ajan.
Puede que a otros no les importe vestir deslucidos, pero un profesional que se precie debería tratar de ir siempre impecable. La reinvención periódica de conceptos y procedimientos es necesaria si quieres mantener una aportación brillante y de valor. Aunque cueste explicarle a un jefe justificadamente tensionado por qué necesitas dedicar a una tarea tres meses en lugar de emplear tres minutos apañando de nuevo ese material que ya has reutilizado otras veces.
Entiendo a quienes piensen que decirle a tu jefe algo así ni es posible, ni es conveniente. Que, como ni de coña lo va a entender, lo mejor es marcharse y cambiar buscando en otro departamento o tal vez en otra empresa. Que sólo cambiando de tarea podemos empezar de cero, para abordar nuevos retos que impulsen la ilusión, el crecimiento y el aporte de valor a tu empresa. Yo creo que no hace falta moverse para reinventarse, pero cada uno deberá buscar su modelo.
Renovarse o morir
Sea como fuere, pienso que todo profesional que se precie debería repensar su personal propuesta de valor cada dos o tres años. Claro que da pereza dar un giro al cuello para buscar una mina nueva en la que picar, para explorar en tu interior buscando algo diferente y difererencial que traer al equipo. Hace falta no sólo inteligencia sino una gran dosis de grandeza. Y algo de paciencia para explicarlo 🙂
Pero es gracias a la autorenovación, a las ganas de crecer de cada uno de nosotros como las empresas e instituciones avanzan y progresan. Sólo cuando nos obligamos a dejar a un lado esas grandes ideas de las que aún podríamos vivir unas cuantas temporadas más, aportamos aire fresco y aseguramos el éxito del futuro.
Y de paso aseguramos nuestro puesto en el equipo. Porque aunque haya a quien le cueste creerlo, siempre hay alguien que está capacitado para sustituirte. Puede que tu modelo aún aguante, que vivas de las rentas unos años más. Pero ten por seguro que si no buscas la manera de aportar desde la hoja en blanco, poniendo en cada nueva idea tu habitual dosis de entusiasmo, no sólo no podrás volver a subir el listón, sino que te acabarás marchitando de aburrimiento o pudriéndote por culpa de un ego grotesco.
Porque como decía el gran José Saramago “podemos escapar de todo, menos de nosotros mismos”.