La felicidad en el trabajo, como en la vida, se construye. Se gana con pequeños gestos. De igual manera, se pierde en esas mil pequeñas cosas que hacemos o dejamos de hacer todos los días. Cuando siento que no me gusta mi trabajo lo primero que hago es revisar mis propias acciones. Porque son mis  actitudes quienes marcan mi nivel de felicidad.

Cambiar nuestros comportamientos puede parecernos difícil. Sin embargo, cuando reflexionamos sobre aquello que suma a nuestro malestar es más fácil cortarlas de raíz. Así, se trata de pararse a valorar si algunas de estas acciones suman o restan en esa sensación que tengo de que no me gusta mi trabajo.

Nos comparamos con los demás

Si algo hace especialmente que no me guste mi trabajo es la sensación de no ser tratado con justicia. De no ser reconocido igual que tu compañero incluso cuando haces tu trabajo mejor. ¿Sabías que uno de los post más leídos de este blog es Mi compañero gana más dinero que yo?. A mí me gusta mirar hacia delante, entendiendo que cada uno tiene su historia y que ni a ellos les va tan bien como quieren hacerme creer, ni a mí tan por debajo de la media.

No somos sinceros ni con nosotros mismos

No sé por qué pero damos al mundo nuestra mejor cara, que no siempre es la verdadera. Ese coche que nos acabamos de comprar va genial, ese traslado ha sido providencial. ¿A cuántos conoces que reconocerían sin tapujos que sus vacaciones han sido un horror? Muy pocos tienen la personalidad suficiente para volver de su crucero soñado jurando a quien quiera escucharles que jamás volverán a pisar un barco.

No nos permitimos la sorpresa

Tal vez ya no seamos capaces de sorprendernos de nada. Y es una pena, porque la capacidad de sorprendernos y hasta de emocionarnos por esos pequeños gestos de solidaridad, de inteligencia o de agradecimiento sincero de nuestros compañeros subrayan la riqueza de la vida y nuestra capacidad para contribuir a ella. Es difícil sentir que te gusta tu trabajo si lo miras todo con escepticismo.

Nos aislamos del grupo

Caras horrorizadas ante la perspectiva de una convocatoria para la cena de Navidad. Error. Ser parte del grupo, incluso cuando no lo disfrutes, sube la moral. Todos tenemos días, incluso épocas, en las que no saldríamos de nuestras cuevas. Pero eso no suma. Así que habrá que pensar en romper la pereza y apuntarse. Bailar, tal vez para otro año, pero sonreír desde la barra con la copa en la mano puede estar genial para empezar.

Buscamos culpables

La falta de autocrítica es uno de los actos más nocivos para uno mismo que conozco. Quejarte de lo mal que te trata la vida sin intento alguno de buscar explicación o solución es simple y llanamente un fracaso. Una muestra palpable de que no eres capaz de gestionar lo que te está sucediendo Una cáncer que te come por dentro mucho más de lo que eres capaz de reconocer.

No alejamos a la gente negativa de nuestro lado

Te rodeas sin darte cuenta de gente que no para de quejarse y de ver problemas. Víctimas que despotrican de jefes y compañeros, voceando el desastre en el que viven, o lo mal que lo hacen los demás. Quizás sea una buena cosa alejarse. Ir pasando poco a poco, haciendo oídos sordos mientras tratas de poner distancia de manera sutil. Tratando de establecer nuevas relaciones con gente que te guste, que te haga sentir que formas parte de algo que está bien.

Queremos tenerlo todo bajo control

Está bien saber que tienes las riendas, que manejas tu vida. Pero querer tenerlo todo absolutamente controlado me lleva a que no me guste mi trabajo. Y desde luego, intentar controlar al personal es de todo punto una mala idea. En parte porque es imposible, pero es que además tarde o temprano tu dictador interior tratará de sacar sus uñas. Y cuando eso pasa, no hay manera de sentirse a gusto con uno mismo.

Nos quejamos

La queja mata cualquier brizna de empatía, cierra las puertas y ventanas a cualquier posibilidad de comprender al otro. Cuando tú mismo no dejar de hablar de lo mal que están las cosas reafirmas tus emociones negativas hacia ellas. No hay mayor combustible para la infelicidad de la queja continua.

Queremos quedar por encima de los demás.

Que a alguien le guste cómo vistes, tu coche o incluso cómo haces tu trabajo no es sinónimo de que le gustes tú. Tratar de gustar es natural. Querer impresionar constantemente es recorrer el camino inverso a la felicidad. Porque si buscas agradar a toda costa pierdes la oportunidad de aceptarte cómo eres.

Vemos el vaso medio vacío

Las cosas no siempre son como nos gustaría que fueran. Pero podemos centrarnos en todo lo que no nos gusta o tratar de apoyarnos en eso que sí nos gusta. Siempre lo hay. Es sólo cuestión de querer encontrarlo. Y de tratar de apoyarnos en eso para seguir mejorando. Dicen que si esperas lo peor, nada bueno puede sucederte. Forzarte a ser objetivo te ayudará sin duda a conseguir ver también el lado bueno.

No tenemos metas ni objetivos

Ponerte objetivos, por muy pequeños que sean, te pone las pilas. Creer que puedes dar pasos hacia eso que te has propuesto te da mucha energía. Te hace creer en ti mismo y en tus posibilidades de mejorar. Las metas que pintas en tu horizonte disipan todos los nubarrones y barren el aire tóxico que te hace creer que nada puede cambiar. No hay mayor satisfacción que acabar una carrera, aunque hayas llegado último.

Nos agobiamos por lo que vendrá

La gente feliz se prepara, se preocupa y se ocupa, pero se agobia más bien poco. Sin otra arma que sus capacidades y la confianza ciega en sus habilidades de gestión, ante cada nuevo embrollo, les venga bien o no, respiran y tratan de deshacer el nudo. Se controlan porque saben que por mucho que se agobien, no van a impedir que llegue aquello que tenga que llegar. No tienen miedo a equivocarse, aunque saben que sin duda lo harán. Saben que lo que no te mata te hace más fuerte.

No disfrutamos el momento

No siempre es cierto aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ni el otro departamento es más eficiente, ni la empresa de enfrente es la caña. Tergiversamos lo que pasó e idealizamos aquello que no tenemos. Y es imposible que seas feliz aquí y ahora si estás mirando por la ventana deseando volar lejos. A mí me va mejor cuando planto cara a lo que hay, cuando me remango y acepto las cosas como son. Cuando dejo de añorar lo que perdí y sólo miro atrás para darme cuenta de todo lo que he aprendido. Cuando me atrevo aceptar que lo que tengo por delante igual no cuadra del todo con aquello que esperaba.

 

Cierro diciendo que a mí me gusta mucho mi trabajo. Pero como no puedo cambiar quién soy ni el carácter que traigo de fábrica,  intento «ponerme deberes» y controlar mis acciones para que no deje de gustarme. Porque yo estoy segura de que son mis actitudes quienes determinan mi nivel de felicidad.

“Cuida tus pensamientos porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos porque se convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos porque marcarán tu carácter. Y cuida tu carácter porque determinará tu destino”. No consigo saber quién lo dijo, pero es una verdad como un templo, ¿no te parece?

@vcnocito