El ser humano es un animal social. Todos nos relacionamos continuamente con mucha gente, lo que hace que rara vez digamos lo que realmente pensamos o que actuemos tal cual nos gustaría, pues nuestros actos se ven condicionados por las reglas sociales que aprendemos desde bien pequeños, el “esto no se hace o esto no se dice” que tantas veces le decimos nosotros a nuestros hijos.
En el trabajo estos convencionalismos sociales se llevan a su máxima expresión. Existen numerosas reglas no escritas de comportamiento que todos tendemos a seguir, reglas que se modulan un poco según la cultura de la empresa en la que trabajes: desde la forma de vestir, hasta los medios que utilizas para comunicarte con los demás, las palabras o expresiones que empleas, lo que es políticamente correcto o no… siempre existen unas normas no escritas que tiendes a seguir para adaptarte a tu entorno laboral.
Y me parece bien que sea así. Creo que sea cual sea tu trabajo, todos necesitamos desarrollar dos barreras o dos filtros para hacerlo bien y en definitiva para ser felices: el que nos protege de los demás y el que protege a los demás de nosotros.
El filtro que nos protege de los demás: Todos hemos tenido alguna vez un jefe inmediato o un directivo que se expresaba de forma quizá excesivamente directa: “Rehazlo todo porque lo que has hecho no vale para nada”, “esta mierda de servicio (del que tú eres responsable) habría que cerrarlo”. Quien más quien menos, todos hemos oído alguna vez frases así para calificar nuestro trabajo. Sobre si eres joven es probable que estas frases te afecten, que las interpretes literalmente, y que llegues a perder confianza en ti mismo y a dudar de tu valía profesional. Pero no hay que reaccionar así, sino que hay que desarrollar el filtro que decía antes y considerar de qué fuente vienen esas palabras. Probablemente también los elogios que recibamos de esa persona sean desproporcionadamente generosos… hay que tomárselo todo en su justa medida.
El filtro que protege a los demás de nosotros. Y por el mismo motivo, debemos cuidar los mensajes que lanzamos a los que trabajan con nosotros. Está bien expresar nuestras opiniones abiertamente ante nuestros jefes o nuestros colaboradores, pero creo que debemos aprender a poner un cierto coto a nuestras expresiones. De no hacerlo así, probablemente el resto de gente esté muy a la defensiva cuando hable con nosotros, y no tengan la confianza necesaria para trabajar a gusto a nuestro lado.
Aprender a aplicar ambos filtros en su justa medida, ni mucho ni poco, es difícil. Poner demasiados filtros o demasiada laxitud en ellos afectará negativamente a nuestras relaciones en la oficina. He conocido a personas que tenían ambos filtros en un nivel bajo y eran considerados unánimemente unos bordes: siempre a la defensiva, eran hipersensibles, cualquier cosa que digas se lo toman a mal, y las reacciones a cualquier “ofensa” eran totalmente desproporcionadas. Realmente un muy mal perfil para trabajar con ellos.
Si uno de los dos filtros es alto y el otro bajo, entonces eres o demasiado autoritario o demasiado vulnerable. Se puede ser autoritario sin tener una posición de mando en la empresa. Está muy bien tener alta la autoestima pero también hay que saber luego dulcificar el mensaje que transmitimos a los demás. Debemos escuchar a los compañeros y colaboradores porque seguro que tienen algo interesante de lo que podemos aprender. Pero también podemos ser demasiado vulnerables, estar muy pendientes del feedback que recibimos de los demás, y como dice mi compañera Virginia llegar a paralizarnos por miedo al fracaso o al qué dirán.
Y también todos hemos tenido compañeros que tenían los dos filtros muy altos. Personas quizá demasiado introvertidas y aisladas, que no ofenden a nadie, pero que tampoco asumen ningún riesgo por miedo al fracaso.
Hay que tratar de encontrar el equilibrio entre los dos filtros y escuchar a los demás sin riesgo de que sus opiniones nos duelan y luego ser capaces de expresar nuestras opiniones sin ofender a nadie. Podremos adaptarnos a cualquier entorno sin dejar de ser quienes realmente somos. La clave está en tener la capacidad de “autopsicoanalizarse”, es decir, mirarnos a nosotros mismos desde fuera con espíritu autocrítico y analizar cómo nos afectan las opiniones de los demás y qué efecto tienen en los demás las palabras que decimos. Así podremos encontrar un equilibrio que nos ayudará a diario.