La palabra innovación está en boca de todas las empresas, utilizada como una especie de hechizo de Harry Potter que pronunciándolo, resuelve cualquier problema. Que caen las ventas, debemos innovar para revertir la situación. Que viene un competidor nuevo, debemos innovar para superarle. Así con todo.

Sin embargo, no es nada fácil ejecutar el hechizo. Leemos embelesados las historias de éxito de los típicos adolescentes que desde el garaje de su casa piensan y dan forma a una idea innovadora que les hace multimillonarios en pocos años, pero no leemos nada de la multitud de proyectos de innovación que fracasan y caen en el olvido, como los que pueden encontrarse en el museo de los fallos en Suecia: una bici de plástico, la coca cola black que traía un extra de café, un dispositivo llamado Twitterpeek, que solamente valía para tuitear y nada más…Pero normalmente los proyectos de innovación fracasan mucho antes de ver la luz porque hay numerosos frenos a la innovación, tanto a nivel estructural como dentro de cada uno de nosotros. Innovar siempre conlleva un riesgo, y eso suele gustar ni a empresas ni a personas

Por ejemplo, el perfeccionismo es un gran enemigo de la innovación. Buscar que algo quede perfecto provoca que realmente nunca termines el proyecto. Hay que conseguir crear un prototipo, equivocarse, aprender y resolver los errores. Otro freno que percibo para la innovación es el sesgo de confirmación, por el cual todos tenemos tendencia a favorecer aquello que confirma nuestras propias creencias. Si pensamos que algo es buena idea, buscaremos cualquier opinión que respalde dicha hipótesis, rechazando otras muchas que probablemente avisan de que no es tan buena idea seguir por ese camino. Esto desemboca en un escaso o deficiente filtrado de ideas. No evaluamos bien en qué dedicar nuestros esfuerzos.

Aunque quizá el mayor freno de todos sea el egocentrismo, el creer que se consigue más desde lo individual que desde lo colectivo. Es fundamental en la era digital el trabajo colaborativo, más allá del departamento en el que trabajamos cada uno. Somos por naturaleza seres sociales, pero también tribales, deseosos de pertenecer a un grupo cerrado por lo que es habitual tener la idea de que los míos son los buenos y los del departamento de enfrente son los malos. Pero el trabajo colaborativo en el siglo XXI es mucho más que eso dado que se conectan muchas más personas y tareas que las de un determinado departamento. Quien trabaje aislado morirá (profesionalmente claro) y la empresa que trabaje en silos morirá también víctima de su propia burocracia.

Cuando se trabaja de manera colaborativa existen más posibilidades de encontrar buenas ideas y respuestas a los problemas. Es ejemplificador el caso de los programadores de Microsoft, quienes resolvían muchos más problemas o bugs por las tardes que por las mañanas. La empresa investigó qué había detrás de ello y llegó a la conclusión de que a la hora de la comida, cuando se juntaban en el comedor varios programadores, conversaban entre ellos sobre los problemas en los que estaban trabajando y de forma espontánea surgían soluciones basadas en los experiencias o consejos de otros programadores que se habían enfrentado antes con problemas similares.

Como siempre digo, las empresas están formadas por personas, y por tanto hay mucho que cada uno de nosotros podemos hacer para innovar en nuestro trabajo. Innovar no siempre va de grandes proyectos con enormes inversiones, sino de pequeñas acciones al alcance de cualquiera que traten de mejorar la forma en la que trabajamos diariamente.