Trabajo en una gran empresa donde los cambios organizativos están a la orden del día. Cambios a todos los niveles: Se crean nuevas unidades, se fusionan o se dividen departamentos, pequeños ajustes en áreas concretas… de todo. Y también son diversos los motivos que provocan estos cambios: desde decisiones estratégicas de gran calado hasta situaciones más del día a día como que un directivo que abandona la empresa provoque que su departamento se integre dentro de otro. O en muchas ocasiones, simplemente un “no sé por qué han hecho esta nueva organización”
Ya en el año 700 a.C, en la Grecia antigua, Heráclito dijo “nada es permanente, excepto el cambio”. Si esa frase era cierta hace 2.700 años, no te digo nada ahora… aquello que antes tardaba años en alcanzarse, ahora es cuestión de semanas. Mientras que la radio tardó 35 años en llegar a 50 millones de usuarios, el popular juego Angry Birds alcanzó la misma cifra… ¡en solo 35 días! No hay duda de que para sobrevivir, es necesario que las empresas se adapten continuamente a estos vertiginosos cambios.
Sin embargo, tengo la sensación de que muchas veces falta algo de pausa en las compañías. Se toman decisiones que buscan únicamente resultados a corto plazo, siendo el corto plazo dos ó tres meses, no más, y el próximo año es poco menos que un lejano escenario de ciencia ficción que conocerán, quizá y solo quizá, nuestros hijos. Dentro de este cortoplacismo, las organizaciones internas se crean y se destruyen sin dar tiempo a que las estrategias y las líneas de trabajo que se han iniciado terminen de dar todos sus frutos. La empresa decide apostar por el producto A y cuando todos los procesos relacionados con él están ajustados, todo el personal formado, cuando la comunicación que se ha ido trabajando comienza a dar resultados… se crea de repente una nueva organización con un nuevo responsable que decide apostar por el producto B. Vuelta a empezar.
Y desde el punto de vista del trabajador, por mucho que tengas claro que hay que estar preparado para el cambio y ya hayas pasado por diferentes organizaciones, no dejas de tener una permanente sensación de provisionalidad. Es difícil no caer en la tentación de pensar cosas como “¿para qué voy a esforzarme con este tema, si dentro de dos días voy a tener un nuevo jefe que probablemente me dirá que haga otra cosa?”. Aparte del lógico tiempo de adaptación a las nuevas funciones o los gustos y manías de los nuevos jefes.
En mi opinión, lo más importante es que la dirección de la empresa explique muy bien el por qué se hacen los cambios, qué análisis tanto del entorno como de la propia empresa se ha hecho y por qué el cambio acometido es la mejor opción. La falta de transparencia y honestidad genera siempre desconfianza, en todos los ámbitos de la vida. Se trata de conocer a las personas que integran la empresa, sus necesidades y expectativas y ver la forma de que éstas, en mayor o menor medida, queden satisfechas con los cambios. Tratar de plantear el cambio de otra forma: ¿Qué cosas positivas puedo hacer y cuáles puedo llegar a conocer?
¿Qué puede aportarme el cambio para mi desarrollo personal o profesional?
¿Qué fortalezas y habilidades puedo aportar?
No suele hacerse así: más bien se pinta el nuevo organigrama y algún mando intermedio te reúne para “explicártelo” con razones como “viene de arriba y no sé más” o “a fulano le han ascendido por ser amigo de no sé quién y a mengano se lo han cargado porque dejó de ser amigo de ese no sé quién”.
Acabo con otra frase, esta vez de Tolstoi: “Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”. Quizá ahí esté el secreto, en que todos los miembros de una empresa, directivos y no directivos, reflexionemos sobre lo que hacemos todos los días en el trabajo y pensemos en cómo podríamos hacer las cosas un poco mejor. Igual no hacen falta tantas reorganizaciones.