Treinta años de vida profesional me ha hecho constatar que todos los trabajadores infelices tienen un nexo común: un jefe sin la madurez suficiente para satisfacer sus necesidades emocionales.

Sin duda, una de las experiencias más agotadoras de mi vida profesional (y seguro que la de muchos de vosotros) ha sido la lidia con jefes infantiles que, de una manera o de otra, no controlaban sus instintos más primarios. Que, bien al contrario, parecían niños pequeños peleando por un rincón en el patio de la escuela.

Conste en acta que, en cuestión de jefes, he tenido de todo.

He coincidido con jefes brillantes que me retaron y de los que he aprendido tanto que hasta, confieso ahora, no he podido evitar el haberme enamorado un pelín de ellos. También con algunos más limitados en conocimientos, visión de negocio o capacidad estratégica, pero buenas gentes conscientes de que hacían lo que podían, que aceptaron gustosos la ayuda que les pude prestar y a los que también guardo en mi memoria con mucho cariño.

Pero hoy hablare de “los otros”.

Hoy hablo de esos jefes que no podían, por mucho que lo intentaban, esconder ninguna de sus inseguridades y envidias. De aquellos cuyo ego estaba lleno de arrugas.

¿Qué es un jefe emocionalmente inmaduro?

Obviamente, tipos de  “inmadureces” habrá cien mil. Pero hay algunas que se repiten más que el ajo.

  • Son los jefes supermotivados, esos que intentan que todo se haga a la perfección y que además el buen rollo sea total.
  • Son los jefes “transparentes” (o, solo para ingenieros, jefes filtro-paso-todo),  que reenvían emails de arriba a abajo, evitando cualquier tipo de conflicto. Esos que nunca dicen nada, temiendo sobre todas las cosas que alguien, de arriba o de abajo, les monte un espectáculo.
  • Son los jefes “Atlas” o “qué gran carga llevo en mis hombros”, que están encantados de serlo pero a los que parece que hubieran puesto una pistola en la sien y que ni hartos de vino sufren en silencio las hemorroides que vienen con el cargo.
  • Son los jefes meteorológicos, que cambian de humor con el tiempo y a quienes tienes que mirar a la cara antes de saber qué personaje toca hoy y si te toca esconderte en el baño.
  • Son los jefes “pollo sin cabeza”, que ni tienen rumbo ni lo tendrán jamás porque van como Pancho Villa disparando a todo lo que se mueve sin pararse un segundo a pensar.
  • Y los más complicados, los jefes “escuderos de su ego”. Esos que están convencidos de que nadie los valora y de que quienes les quitan las habichuelas es porque son unos trepas. Por supuesto, se creen mejores que cualquiera de su equipo, se apropian de las ideas de otros con tal cariño que olvidan que no fueron suyas y son tan envidiosos, que jamás reconocerán lo inferiores que, en el fondo, se sienten. Porque tienen que protegerse a capa y espada.

Supongo que, en el fondo, es emocionalmente inmaduro todo aquel que no se hace preguntas como ¿por qué me gusta ser jefe? ¿cuál es mi modelo y mi ideal de gestión? ¿qué objetivos tengo? ¿qué consideración honesta me merecen todas y cada una de las personas de mi equipo?

Aunque la prueba fetén de madurez solo la pasarían quienes se atrevieran a preguntar a su equipo qué es lo que ven en ellos/as y si están dando la talla como jefes.

A quienes no puedan aguantar ese “psiconálisis jefil”, lo que les diría es que mejor no sean jefes. Porque lo verdaderamente maduro es entender que ser jefe te cambia la vida. Te cambia el rol y las relaciones con tus antiguos compañeros, por muy colegas que hayáis sido. Y si eran amigos, doble ración de cambio.

En defensa de jefes inmaduros, reconoceré que venimos de tiempos donde al jefe se le pedía que fuera poco más que una máquina de ordeno y mando. Ahora hemos pasado al extremo opuesto. A los pobres se les pide que pongan foco en el bienestar del currito.

El cambio, lo reconozco, es profundamente desestabilizador.

Y puede acabar generando inmadurez en quien no la desarrollaba. Porque gestionar emociones propias y ajenas es de lo más difícil que hay. Pero siempre fue necesario hacerlo. Y hoy, más que nunca.

Esto es lo que tenemos.

Pero te invito a verlo de otra manera.

¿Cómo puedes ayudar a madurar a tu jefe?

Empezaré diciendo que hacerlo del todo no es posible. Porque la característica común a todos ellos es que la asíntota de su función de autocrítica tiene peligrosamente a cero. Quien no admite que su performance tiene recorrido, nunca dará un solo paso para mejorarla.

Así que solo te resta cambiar tu chip. Gestionar tú, que sé que puedes, tus propias emociones. Asumiendo que a él o a ella no lo vas a poder cambiar. Y curiosamente, cambiar tus emociones con respecto a tu jefe, cambiará seguro algunas de sus actitudes.

Solo madurando tú podrás ayudar a madurar a otros.

Y esto, por increíble que parezca, funciona. .

Te comparto algunas actitudes que me fueron útiles en su día:

  • Recuperar el sentido común: Me ayudó recordad que un jefe está para tomar decisiones que afectan al reparto de nuestro trabajo y, de rebote a nuestras vidas. Que nos conozca y nos escuche está bien, pero todos (ellos y nosotros) tendremos que entender que no es posible llevar al extremo, como si fuera infalible palabra de Dios, lo que te dice tu equipo. Un jefe que trata de que llueva a gusto de todos, no solo es que nunca lo consigue, es que puede acabar contigo. Unas veces te dará cal y otras arena y ambas van en el juego, aunque solo nos guste recibir una de ellas.
  • Asumir su imperfección… y también la tuya. Los jefes ideales no existen. Porque tampoco existimos los curritos perfectos. Me fue útil, aunque me sentara mal, reconocer que también nosotros encajamos muchas veces en alguna de esas “caricaturas” que tan claramente hemos visto para los jefes. Todos tenemos basurilla emocional debajo de la alfombra. Trata de verle como lo que es, una persona que seguramente tiene más miedos, inseguridades y envidias que tú. No te digo que le tengas pena, pero un poco de empatía cambia la visión hacia una algo más benévola. Y eso hará que se sienta mejor y actúe también algo mejor. Es impresionante lo mucho que nos influye la visión que percibimos que de nosotros tienen los demás. Y también cómo se nos olvida este capacidad que tenemos de cambiar a otro solo cambiando nuestra mirada.
  • Pedir algún cambio concreto. En una carta a los Reyes Magos, a nuestro jefe ideal le pediríamos resultados imbatibles, compromiso a muerte, colaboración plena, creatividad chispeante y buen rollo. Y una buena subida si puede ser. Expresándolo así, he obtenido lo mismo que cuando le ruegas a tu hijo que “se porte bien”, mucha lucha y pocos resultados. Es muy difícil conseguir cambiar actitudes si no dedicamos tiempo y paciencia a instaurar pequeños comportamientos concretos que, poco a poco, nos lleven a ese estatus que tanto deseamos. Tu hijo te entenderá mucho mejor si en lugar de que “sea bueno”, le dices que recoja su habitación todas las mañanas, que salude con amabilidad a los vecinos de la urbanización, le caigan bien o mal, o que comparta sus juguetes con esos otros niños del parque que nunca comparten los suyos.
  • Recordar que lo perfecto acaba siendo siempre enemigo de lo bueno. Y que no se pueden pedir peras al olmo. Que aspirar a que el otro sea quien no puede ser es una gilipollez que solo sirve para aumentar tu frustración y tu tirria hacia esa persona. Que hay que conformarse con lo que sí puede cambiar, que no serán más que pequeñas cosas. Y que esos pequeños cambios solo llegan desde una actitud amable y suave, nunca desde el reto, la exigencia o el reproche. Estos solo consiguen que la gente se enroque más.

Y step by step, que Roma no se conquistó en un día.

Cuando no soportas a tu jefe, solo caben dos opciones: o te largas o te quedas

Y si vas a quedarte, lo que no te merece la pena es pasar el día quejándote. Que tanta bilis solo la paga tu hígado.

De verdad, ánclate en saber lo mal que uno vive en el fondo cuando no controla lo que siente. Una mirada más cariñosa, un poco de escucha y alguna sonrisa de vez en cuando, aunque te repateen en el hígado, hacen milagros.

Cuando alguien no puede permitirse el lujo de escuchar ni de razonar y solo tiene el “porque lo digo yo que soy el jefe” como palanca, en el fondo, está bien jodido.

Mucho más que tú.

No bajes a ese fango.

Es mucho más sano, y también más efectivo, estar atento y prestar, cuando puedas y comiéndote las ganas de estamparlo contra la pared, un poco de ayuda.

Esa es la madurez emocional.

¿Tú la tienes?

No te digas en seguida que sí.

Piénsatelo un poco más. 😛

@vcnocito