Soy de la opinión de que nada puede extasiarte ni no eres capaz de vomitar sobre todo aquello que no te gusta. Que no hay amor sin capacidad para el odio.

Dicen los estudiosos de la mente humana, que en menos de lo que canta un gallo ya sabemos si algo nos gusta o nos disgusta. Aunque luego tardemos toda una vida en darle vueltas a la razón por la que lo hace, inventando mil motivos y, hasta víctimas imaginarias si se tercia, para justificar nuestro desagrado.

Muchísimos de estos juicios, son acertados.

Pero otra purriada de ellos, son pura “herencia” cultural (o alguno dice que hasta genética) de siglos, que aunque ya no tenga ninguna razón de ser, sigue metida en nuestros cerebros.

Al hilo de un artículo en la newsletter Filosofía Inútil, de El País que me hace llegar un buen amigo, me da por reflexionar sobre el asco.

Dicen allí con razón que el asco es una emoción de lo más útil. Nos ha servido de mecanismo de selección natural, alertándonos para que no comiéramos aquello que tiene mala pinta o huele mal, protegiéndonos de potenciales portadores de enfermedades.

Sin embargo, como también cuentan en el artículo, el asco juega un papel más profundo en el comportamiento cotidiano de las personas, que tiran más de sentimientos viscerales instintivos que del razonamiento lógico, a la hora de realizar esos juicios sobre el bien y el mal a los que somos tan dados. No es mi intención epatar aquí con sus curiosos experimentos y sus chocantes (al menos para mí) resultados. Para ello os remito al libro del psicólogo de la moral Jonathan Haidt, La Mente de los justos: cómo la política y la religión dividen a la gente sensata.

Demos una vuelta a eso del asco

Lo que me da por pensar es si no estaremos haciendo demasiado caso a nuestro primera impresión de desagrado ante perfiles y tópicos que en el marco de las relaciones laborales se dan un día sí y otro también. Calificando en el minuto uno a ese compañero de trepa, a aquel de correveidile, al otro de escaqueado, a ese de más allá de zaforas y a otros muchos (casi todos con cargo) de cabronazos con todas las letras.

Parece obvio que nuestro «asco aprendido», o sea nuestros gustos y simpatías “de serie”, nos están llevando a prejuiciar injustamente a personas, situaciones y comportamientos, sin darles el más mínimo el beneplácito de la duda.

Y al hilo, me da por reflexionar sobre cuánto nos estaremos perdiendo por fiarnos de la primera impresión que nuestras tripas le mandan a nuestra cabeza.

Así que la pregunta que me hago es ¿es posible detectar y superar los desencadenantes sutiles que nos incitan a calificar lo que instintiva (o aprendidamente) nos da asco y la inmediata reacción de rechazo que no solo sentimos, sino que ejecutamos al respecto?

Tal vez tengamos que escuchar más atentamente todos y cada uno de nuestros ¡puaj!.

Hay gente de extremos, y gente de medios

Hay personas con un potenciómetro emocional de amplio espectro. Y otras cuyo recorrido tercamente siempre permanece cerca del centro.

Y que tal vez eso venga de serie.

Si como yo, eres más bien de extremos, y lo tuyo es el asco radical , te invito a que me acompañes en esta reflexión sobre si tu puaj no podría ser una suerte de aviso para que entres a ver las cosas con alguna vuelta más: ¿Le doy el beneficio de la duda o paso?¿Tiene base objetiva mi desagrado o cabe la posibilidad de que yo sea capaz de disfrutarlo?

Y si eres menos fobioso, déjame  que te convenza de por qué deberías decirte mucho más aquello de puaj.

Porque como dicen los filósofos, hay cierta sabiduría en la repugnancia.

El asco ayuda, pero solo si te lo cuestionas

Pues claro que ayuda:

  • Ayuda a alejarte de eso que tanto te desagrada.
  • Ayuda a cambiar todo aquello que te disgusta para que el contexto te siga gustando.
  • Ayuda a idear alternativas.
  • Ayuda a desarrollar ese control mental que te hace ciego y sordo a todo eso que no has podido cambiar.
  • Ayuda a mover el culo y salir con viento fresco en cuanto tienes la oportunidad.

Aunque la verdadera ayuda del asco, está si tú tienes capacidad (o no) para dudar de esta suerte de aviso.

Ojo, que no es nada fácil. Te lo dice una que tardó 37 años en probar los mejillones, segura (segurísima), de que su textura le daría asco. Eso que me perdí.

Por eso sé que la clave es apoyarte en tu asco personal para empezar a pensar en la idea de que, eso que a ti te repugna, pero que a otros no tanto,  puede que no sea tan asqueroso como parece. Algo así, como usar tu asco como disparador de una nueva opción para la empatía. Para tratar de mirar más allá de las primeras impresiones.

Exponerte a tu asco, no sólo es potencial de nuevas y puede que esclarecedoras experiencias. Es que, curiosamente (o no tanto pues parece que la empatía y el asco están tan vinculados que se procesan en la misma parte del cerebro, la ínsula anterior), ambos son mecanismos antagónicos para lo mismo: protegerse del potencial malestar.

Cuando empatizo con algo que me disgusta, sé que tengo que intentar arreglarlo si no quiero seguir sintiéndome mal. Si frente a tu primer puaj, surge alguna gana de quitarte del medio eso que te estomaga, ya tienes el primer paso dado para la colaboración o la ayuda.

Porque uno se siente mejor cuando pone su grano de arena para tratar de limpiar la mierda que cuando se queda refunfuñando por lo mal que huele.

Pringar para aliviar tu asco, disminuye el asco

O sea que tu asco puede ser un buen disparador de tu acción. Y a la corta, lo será también de tu valoración más completa de esos perfiles que lo provocan. Empezando a ver debajo lo que realmente son: personas normales y corrientes a las que tú, en el segundo uno, has puesto ya una etiqueta que tal vez (solo tal vez) no dependía tanto de lo que hacían o decían sino de tus preferencias internas.

Va a ser cierto eso de que, del amor al odio, solo va un paso.

Un paso que, tal vez, sea más fácil de dar en sentido contrario de lo que creemos.

Ese es el efecto wow.

Pero de ese, hablamos otro día.

Aunque ya te adelanto que no hay wow sin puaj.

Por eso te recomendaba que te abones un poco más a escuchar a tus tripas cuando te llevan a los extremos. Y a que, acto seguido, las dejes «quietas paradas», pensando un poco más si realmente quieres ir adónde parecen estar llevándote.

Piénsatelo 🙂

@vcnocito