A punto de cumplir ya diez años juntos, que suman a los cuarenta y pico con los que empezamos esta andadura, nos toca darnos de bruces con una realidad que, pudiera ser, algunos hemos estado ignorando año tras año: Hemos dejado de ser los más jóvenes de cuantos pululan por la máquina del café.

Y debe notarse porque, por pura casualidad, tanto Roberto como yo dedicamos estos días nuestras reflexiones al tema de la edad.

Querid@s, nos estamos haciendo mayores.

Y eso es bueno.

Y también, no tanto.

Pero, como lo que seguro no tiene es remedio, dejadme que hoy yo también os proponga una reflexión sobre qué significa y qué implica eso de cumplir años al pie del cañón.

¿Sigue siendo la veteranía un grado?

Porque eso es lo que siempre escuché decir a mis mayores…

Cuando, y no me parece que haga tanto tiempo, nos incorporamos al mercado laboral, algunas máximas eran incontestables.

Como aquello de que el “experto” siempre era unos cuantos años más mayor que tú y como que, por descontado, los jefes eran “señores” que sabían muchísimo más. O como que se aprendía pegándose como una lapa para mirar a quien sabía.

Seguro que recuerdas aquellos encuentros con clientes en los que eras poco más que una presencia y no procedía que abrieras la boca. O a aquellos miradas que basculaban entre la pena y la sorna de los veteranos que, sin dejar de pensar aquello de “pero qué os enseñarán en la universidad”, te enseñaban todo eso que se suponía que ya debías saber hacer.

Hoy, sin embargo, sin haber llegado al punto en el que los becarios sean los más valorados del lugar (que todo se andará), pareciera que, con la llegada de las primeras canas, volara en paralelo tu valor en la empresa.

Por desfasado, por lento, por «analógico», por falto de ambición, por lo que sea… dejas de ser atractivo de golpe.

Y aunque la merma de facultades físicas, centímetros de cintura y espesor de los flequillos incluidos, sea una verdad de Perogrullo, aun no he terminado de entender bien por qué se volatiliza también el valor percibido por tus jefes y compañeros.

Que, ya empiezan a no ser mayores que tú.

Tanto flota esa sensación de “amortizado” en el ambiente, que olvidamos que, en contra de lo que hoy se estila,  la juventud no siempre fue un valor.

¿Somos viejos o nos ven viejos?

Sería una imbecilidad totalmente impropia de nuestra edad, negar cómo la mirada de los demás te condiciona.

Y también, que la edad te cambia. Por dentro y por fuera.

Aunque cada uno lo notaremos en algo, con algunas (o con casi todas) de estas sensaciones seguro que te identificas: “Estoy más cansado”, “Tengo menos ilusión”, “Ya lo he hecho casi todo”, “Aprendo poco… y tampoco tengo ganas de aprender mucho más”.

De estos comentarios, todas las variantes que quieras. Y también de esta otra vertiente: “Mi jefe es un niñato ambicioso”, “el director no sabe dónde está el norte”, “la empresa está en manos de trepas”. Sé que me apeáis del lenguaje inclusivo…

Señales todas ellas (nos guste o no reconocerlo) de que vemos, por vez primera, el cambio generacional.

Sin embargo, esta semana, el comentario de un amigo al que respeto por su sabiduría y por su saber estar, y que si peca de algo desde luego no es de soberbio o chulito, me ha compartido una reflexión que me ha sorprendido.  Y que, como bien supones, ha sido la inspiración para este post.

Me doy cuenta de que soy viejo porque me siento más listo

Sin anestesia.

Con dos cojones.

Porque, aunque líbreme el Altísimo de caer en el tópico de que tiempos pasados fueron siempre mejores, no podemos negar cómo la cultura de la calidad ha dejado en estos tiempos paso a la cultura de la inmediatez.

Honestamente, supongo esto no es ni mejor ni peor.

Simplemente es diferente.

Por mucho que quienes pertenecemos como yo al colectivo senior, no podamos resistirnos a preguntarnos si es que hoy ya no es posible hacer un trabajo de calidad.

Pero ese no es el tema hoy.

Quienes peinamos canas, sea cual haya sido nuestra posición en la empresa, reconocemos aún con nitidez suficiente, un pasado en el que el trabajo era más pulcro y meticuloso, el examen más duro y el nivel de detalle que el aprobado requería muchísimo más prolijo.

Porque la complejidad en la ejecución era mayor.

Será porque no existían tantas herramientas, porque carecíamos de la información suficiente o porque la informática y los dispositivos ayudaban mucho menos.

Pero yo quiero pensar, y por eso entiendo a mi amigo, que todo ese esfuerzo extra nos hizo más listos.

Aunque hoy no se nos valore.

Sea esta idea mal de mucho o consuelo de tontos, permíteme que hoy termine con una propuesta de uso de ese supuesto “extra de sabiduría”.

No dejes que tu energía decaiga

Busca un nuevo reto en tu trabajo, apúntate voluntario a hacer algo que nunca hayas hecho, mentoriza a un becario o enamórate (platónicamente o como te dé la gana) de ese nuevo responsable de equipo.

Admite que nunca volverás a entrar en esos trajes que tienes en el armario, que cada vez que corras una maratón empeorarás tu marca, que no volverán a considerarte candidato para casi nada.

Pero no te permitas arrastrar los pies camino de la oficina.

Porque a esta edad, igual que raya lo imposible el perder esos kilos que has ganado, cuesta un huevo recuperar la energía que dejas ir. No te dejes engañar con eso de que, ahora toca vegetar y aguantar como puedas, que  ya la recuperarás cuando te jubiles.

Que las personas no somos compartimentos estanco.

Así que dale, pasa de miradas.

Recupera tus fuentes de energía emocional.

@vcnocito