Prueba a observar a un grupo de personas que estén asistiendo a una reunión de trabajo o que estén comiendo juntos en su jornada laboral. Probablemente tengan atuendos parecidos, los hombres con barbas similares y el pelo arreglado más o menos igual, las mujeres con melena y botas del mismo estilo, todos usando para hablar expresiones comunes y a veces parece que hasta moviéndose de manera coordinada.
Decía Mark Twain que “cuando te veas en el lado de la mayoría, párate a reflexionar porque en las multitudes lo que se acumula no es el sentido común, sino la estupidez”. O lo que es igual, el éxito es sinónimo de diferenciación, tanto en el mundo de las empresas como dentro de un grupo de trabajo más o menos reducido. Porque si haces lo mismo que la mayoría, ¿por qué alguien habría de recurrir a ti y no a otro?
Todos somos animales sociales, es decir, necesitamos pertenecer a un grupo con gente más o menos afín a nosotros con quienes compartamos algún objetivo o afición común. Pero eso es compatible con que también a todos nos guste resaltar y diferenciarnos un poco de la mayoría, como esa niña que se hace del Atleti en el seno de una familia de madridistas. Necesitamos pertenecer a un grupo, pero también diferenciarnos aportando algo diferente a los demás a ese grupo.
El camino para diferenciarse es innovar, e innovar consiste en hacer algo diferente a los demás. Para conseguirlo, es fundamental saber desaprender, es decir, ser capaz de dejar de hacer cosas que hemos hecho desde siempre, o hacerlas de un modo diferente a como las hemos hecho siempre. No es tarea fácil, porque nuestro cerebro no es como un ordenador al que le puedes borrar los datos y cargarlo con otros datos completamente nuevos. En nuestro cerebro las experiencias previas de nuestra vida permanecen para siempre, y es totalmente humano tratar de repetir ahora las cosas que hicimos en el pasado y que entonces nos funcionaron bien.
Sin embargo, en un mundo tan absolutamente cambiante como el actual, lo que funcionó antes posiblemente fracase ahora. Por tanto, es muy importante darse cuenta de que para aprender, primero hay que desaprender. Porque como decía Baltasar Gracián hace casi 400 años, “el primer paso de la ignorancia es presumir de saber”. El momento en el que crees que eres infalible y que ya lo sabes todo sobre un tema es el momento en el que más cerca estás de ser un ignorante.
El que una opinión sea compartida por mucha gente, no quiere decir que sea errónea. Pero muchas veces, quienes marcan la diferencia son los que piensan diferente y se alejan del pensamiento común, aquellos que son capaces de liberar la mente y dejar espacio libre para lo nuevo. Algunos dicen que la capacidad de desaprender lo aprendido es la gran “soft skill” de esta era tecnológica en la que vivimos donde la información que tenemos a nuestro alcance es tan grande que nadie es capaz de manejarla convenientemente. Desaprender tiene que ver con replantearse lo ya aprendido y mirarlo desde otro punto de vista diferente. Lo nuevo no puede eliminar totalmente a lo antiguo, pero sí debe superponerse y tener más importancia en nuestra mente. Resumiendo, desaprender es plantearse de forma crítica lo que ya sabemos.
¿Y eso de desaprender cómo se hace? Pues teniendo capacidad de observación, habilidad para hacer las preguntas adecuadas que buscan averiguar la opinión de los demás, tolerando el error porque de todo error se aprende, siendo más flexibles que rígidos y alejándose de prejuicios y estereotipos. Al final es una cuestión de actitud y de apertura de mente. Se trata de estar siempre receptivo a nuevas ideas y que mejoren la forma tradicional de hacer las cosas: desaprender para volver a aprender.