Desde siempre la competitividad ha sido vista como el principal motor del desarrollo y de la superación. Desde que Darwin expuso su teoría de la selección natural, o teoría de la presión selectiva, que explica que solo los más fuertes sobreviven y se adaptan a los cambios que acaecen en su medio, asociamos el triunfo con ser el más apto y el mejor competidor. La explicación es que dado que los recursos son siempre escasos, quien mejor los explote es quien sobrevivirá, a costa del que no sea capaz de aprovechar esos recursos escasos, que desaparecerá.
No seré yo el que contradiga a Charles Darwin, pero no olvidemos que también es cierto que en la Naturaleza gobierna el principio de la conservación de la energía, es decir, que no se puede gastar más energía de la que se puede conseguir, y competir gasta mucha energía. Por eso, muchas especies en realidad huyen de la competencia, por ejemplo emigrando a lugares donde ésta es menor o cambiando sus ritmos de vida. O mejor aun, se especializan para colaborar con quien se ha especializado en aquello a lo que han renunciado, sin buscar competir con él. Un ejemplo es el pez payaso que se ha hecho inmune a los tentáculos de la anémona y vive entre ellos a cambio de defender a la anémona de otros depredadores.
Pues en la empresa pasa exactamente lo mismo. Puede haber relaciones competitivas o colaborativas. A veces no es fácil distinguir una de otra, aunque hay una clave muy clara: en las relaciones colaborativas se comparte información. Si en tu trabajo te encuentras con alguien que te esconde información, debes saber que está compitiendo contigo.
Hay veces que competir es inevitable, incluso con otras personas de tu propia empresa o de tu propio grupo de trabajo. Tú puedes ir con la mejor de las intenciones a colaborar con cualquiera pero si percibes que esa otra persona no está por la labor sino que te oculta información o se compara continuamente contigo, no hay más remedio que pasar a la competición pura y dura y sálvese quien pueda. También puede haber escenarios donde no es ético colaborar con otro si se trata de perjudicar a un tercero con ello. Pero en general, estoy convencido de que se llega mucho más lejos colaborando con los demás que tratando de eliminarlos de tu camino.
Porque definitivamente, colaborar en la empresa es más eficiente que competir. La base de una buena colaboración es compartir un objetivo común y conocido por todos. Así, se podrán definir acciones conjuntas que ahorren los costes y los tiempos extras derivados de desconfiar de lo que hace el otro o de pensar en cómo actuará para adaptar mis actuaciones a las suyas. Además, la calidad final del trabajo mejorará porque cada uno se centrará en hacer aquello en lo que es bueno, sin desperdiciar tiempo en cosas para las que se está menos preparado. Aparte de que un clima laboral de colaboración es mucho más sano y menos estresante que un clima basado en la competitividad, donde cualquiera puede ser sustituido por otro si no da el máximo de resultados posibles.
Pero colaborar no siempre es fácil, porque requiere de una capacidad de liderazgo que comprometa a los demás con un objetivo común, de una cierta creatividad para descubrir oportunidades útiles para todos y sobre todo, de mucha autoconfianza, que te permita estar seguro de que tus aportaciones son tan valiosas que otra persona las necesitará para cumplir su propio objetivo y que a cambio, él te aportará algo a ti.
Sin embargo, a pesar de las ventajas de la colaboración, muchas empresas se empeñan en incentivar una cultura de la competitividad, ya sea por motivos culturales o por estrechez de miras de sus dirigentes. Hoy en día la tecnología ha puesto sobre la mesa el concepto de “redes”, enseñando lo ventajoso que puede ser establecer una estrategia de colaboración empresarial, tanto internamente como con otros agentes del mercado. Luego cada vez más, el éxito radicará en la colaboración, no en la competición.