Afirma mi amigo Nacho en su estupendo canal de reflexiones personales Divergencias que las preguntas están sobrevaloradas. Y como persona inteligente que es, sin dejar de admitir su valor, salta en seguida a temerse (con cierta razón, me temo yo también) que hayamos pasado de la gran seca (no hacernos ninguna) a la gran remojada (quedarnos solo en la pregunta, abandonando el esfuerzo de buscar la respuesta).
Tiene razón.
Pero yo creo que solo a medias.
Porque a mí las preguntas me dan mucho juego.
Y no solo en lo “operativo”.
Es obvio que, en este sentido, las buenas preguntas no solo ayudan a encontrar mejores respuestas. En general, abren el coco y también los ojos. Y cuando esto sucede, se suelen encontrar nuevas perspectivas.
Eso sí, siempre que seas capaz de ir más allá la “lógica de lo de siempre” y de las preguntas trilladas de respuesta cuasi-inmediata… Algo que nada fácil ni natural, por lo mucho que tendemos a darle vueltas al cola-cao. Es difícil ir a la contra de ese cerebro reptiliano adicto a crear ilusiones de control que nos ciegan ante los riesgos pero también ante oportunidades valiosas.
Y a pesar de ello, insisto: esas preguntas que amplían perspectivas, que generan nuevos conocimientos y que despiertan la creatividad no solo no están sobrevaloradas. Siguen siendo tan escasas como necesarias. Y no tanto para evitar pasos en falso (que también) sino para abrir nuevos caminos de crecimiento personal.
Déjame que te comparta los efectos que provocan en mí.
Las preguntas mejoran mi propuesta de valor
Porque, ante cualquier situación de carácter, digamos “profesional”, hay tres atajos mentales a los que solo consigo resistirme cuando me fuerzo a hacerme mil preguntas.
- Simplificar en exceso. Sobre todo si paso de las que profundizan en un cierto enfoque (limitándolo) para para optar para las que amplían mi pensamiento mostrándome senderos que no se me habían ocurrido hasta este momento.
- Visión a corto. Preguntarme en qué medida lo que escojo me lleva adónde quiero ir es lo único que me lleva más allá, ayudándome a entender si lo que hago se alinea (o no) con lo que quiero ser de mayor.
- Irme por las ramas. Preguntarme sobre la imagen, el ejemplo o la confianza que estoy proyectando me ayuda a probar no sólo la lógica de mis propuestas sino también sobre mis valores.
Pero como ya hemos aprendido que la vida personal y la profesional comparte una siempre difusa frontera, voy más allá para afirmar lo que sigue.
Las preguntas me ayudan a crecer
Porque las respuestas no predicen mi futuro, no me ayudan a pensar con más claridad y anchura. No amplían mi red. No me dan impulso cuando me siento atascada.
Son las preguntas las que
- Alimentan mis ganas y mi compromiso con mis deseos. Porque preguntarme sobre riesgos y pérdidas potenciales me ayuda que, en seguida, me salga como contrapartida esa otra pregunta sobre lo que podría ganar. Y esa actúa como una especie de gasolina que me impulso.
- Me preparan mentalmente para el camino. Porque me van revelando suposiciones erróneas, barreras previsibles y sobre todo me ayudan a centrarme en lo que queda bajo mi control. Funcionan a modo de gimnasia preventiva que me fortalece.
- Me permiten conocerme mejor (y, con ello, quererme un poco más). Porque solo cuando me pregunto por el tipo de historia estoy escribiendo con lo que hago o qué podrían aprender los demás de mí estoy considerando el potencial impacto en la construcción (o deconstrucción) de una determinada cultura. Y solo entonces le veo cierto sentido a esos mis pequeños granos de arena que distan mucho de ser perfectos.
Pero aún hay más.
Solo las preguntas me permiten disfrutar de la incertidumbre
Son las dudas, en mucha mayor medida que las certezas las que me sintonizan con la normalidad de la vida. Que no es otra cosa que cuarto y mitad de azar y toneladas de incertidumbre.
Y este es un cambio verdaderamente estratégico, porque desafía a mi instinto de diseñar un escenario de estabilidad. Fomenta mi confianza en las apuestas que hago. Me impulsa a acción consciente y sobre todo me pertrecha ante la tentación de meterme en mi cueva a esperar que pase la tormenta. Son esos ¿cómo podríamos hacer para…? los que me ayudan a asumirla como lo más normal del mundo, haciendo que, lejos de fastidiarme, hasta me entren ganas de salir a remojarme bajo la lluvia.
Ayudándome a establecer conexiones interesantes con personas interesantes. Y si no lo has probado, la próxima vez que te plantes, física o virtualmente, frente a alguien con pinta interesante piensa adónde podría llevarte el comerte unos segundos el coco buscando una buena pregunta que hacerle. Ya sabes lo poco que se resisten los buenos cerebros a ellas. Y lo mucho que suma a tu felicidad el cultivo de las buenas relaciones. Las preguntas son mi mejor forma de presentarme.
Focalizándome en el coste de no preguntarme. Porque por muy responsable y prudente que parezca ese instinto de esperar (a que escampe o a tener más datos, más opiniones y más pruebas) no olvido el tremendo coste que oculta: el de la inacción. Las preguntas son para mí, un antídoto frente a los miedos. No me hacen ignorarlos, pero me ayudan (y mucho) a sopesar lo que está en juego en cada momento. Me sincronizan con el contexto. Me ayudan a equilibrar osadía y cautela. Y sin duda, las nuevas curiosidades que me van despertando hacen mucho más divertido el avance.
No siempre la respuesta importa
A las respuestas, nunca hay que dejar de buscarlas. Asumiendo, sin contradicción ni complejo alguno, que aunque no siempre necesitamos encontrarlas, no debemos dejar nunca de lado ni el esfuerzo de la búsqueda, ni el hecho de encontrar sumo placer en ella.
Claro, querido Nacho, que una vez hecha la pregunta, lo siguiente es buscar la mejor respuesta.
Pero ni siquiera eso te lo voy a comprar del todo.
Hay un gran último beneficio en seguir haciendo preguntas: Ambos peinamos canas suficientes para saber que lo que mejor sienta no es tener la mejor respuesta, sino tener varias que podrían ser suficientemente buenas.
O no ser capaz de encontrar ninguna.
A veces no las hay. Otras hay tantas como personas se hacen la pregunta.
Lo único cierto es que hay que tener «ciertos cojoncillos» para preguntar(se). Y no solo por aquello de que no te guste o no encuentres la respuesta. Es más bien por el canguis que da tomar al toro de la realidad por los cuernos.
Pero, si te entrenas para aprender a esquivar cornadas, hay que ver lo bien que sienta.
Soy de las que no ve drama sino oportunidad en ese «cuando teníamos todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas» de Mario Benedetti.
Sigo apostando por desequilibrar (un poco) la balanza hacia el signo de interrogación.
