Mucho se habla de la presunta toxicidad de los jefes. Pero muchísimo menos de la toxicidad “de la plebe”, como bien señalaba Pedro Valero en una de sus entradas.
Como si todos los demás fuésemos unos santos.
Ese comentario de Pedro me ha dado por pensar en a qué llamamos relación tóxica, en hasta qué punto podemos aspirar a que este tipo de relaciones no existan y en cual es la manera más efectiva de lidiar con ellas.
Los jefes son personas como tú
Vaya por delante mi descargo con relación a los jefes tóxicos. No por tóxicos, sino por jefes.
Porque si bien es cierto que hay algunos que se creen que el cortijo es suyo, la mayoría de los jefes con los que yo me he topado suelen ser personas como tú. Buenos “técnicos” (cada uno en su ámbito de actividad) a quienes se ascendió porque hacían bien su trabajo, generando confianza en su jefe inmediato. Se indujo una buena gestión desde una buena ejecución sin pensar que estas dos variables no siempre están relacionadas. Es más, diría que cuando a la gestión de recursos materiales añadimos la necesidad de gestionar personas, la relación de calidad de esta tarea se vuelve inversamente proporcional a la calidad con la que antes hacía su trabajo “de ejecución”.
Yo siempre he visto que, salvo que trabajes en contra de la naturaleza de manera activa, la eficacia suele llevarse mal con la relación.
Y a la mayoría de estos pobres, nadie se lo enseña.
Les dejamos hoy al margen que bastante tienen con lo suyo. Que es bien jodido hacer currar a la gente sin que nadie te haya enseñado qué teclas deberías tocar.
La toxicidad es una cuestión subjetiva
Tomando entonces por cierto eso de que todos (jefes incluidos) somos buenos hasta que nos ponen contra las cuerdas, yo siempre he pensado que el compañero (me vale también el jefe) que se vuelve tóxico tiene razones profundamente emocionales para ello.
Inseguridad, envidia, desubicación del ego, competitividad desmedida, vaguería, pereza, procrastinación persistente… O simplemente se ahoga en el sitio que le ha tocado (cuánta gente no se ha equivocado al elegir) y ahora no puede hacer otra cosa que tratar de agarrarse a un clavo ardiendo. Y lo que arde ese clavo es lo que le lleva (honestamente creo que hasta sin pretenderlo) a amargar a quienes le rodean.
Ninguno de esos motivos justifica que, de un modo o de otro, te haga la vida imposible.
Por supuesto que no.
Entender no es justificar. Pero ayuda a gestionar.
Porque no siempre es posible cambiar los comportamientos de otros. Diría que casi nunca lo es.
Lo único que puedes aspirar a cambiar es cómo te los tomas tú.
La gestión del compañero tóxico es siempre complicada
Hoy no dejo de pensar en cuántos malos ratos me habría ahorrado si hubiera renunciado a ponerle lógica a esos comportamientos que me han jodido. Y cuanta menos bilis hubiera producido si hubiera estado más lista para ver razones emocionales más allá del comportamiento concreto.
Ni merece la pena revisar a qué “comportamientos concretos” me refiero: Robo de ideas, culpas desviadas, tergiversaciones extremas, información no compartida, pasividad agresiva…
Por más que traté de revisar mis suposiciones, de evitar mis juicios precipitados, de tratar de entender su perspectiva, de abordar la tensión haciéndole preguntas abiertas, de desnudarme contando con franqueza lo que me hacía sentir o incluso quitándome del medio o cerrando el pico… nada de todo eso me funcionó.
O lo hizo solo en parte.
¿Es la toxicidad de una relación siempre cosa de dos?
Hasta que me llevé a la oficina eso que decía mi abuela cuando me pillaba peleando con mis hermanas: “Dos no discuten si uno no quiere”.
Hasta que me di cuenta de cuánto podría estar influyendo (activa o pasivamente, que muchas veces solo el hecho de existir jode a otros) mi propio comportamiento en esa toxicidad.
Hasta que me di cuenta de lo absurdo de gestionar con lógica un proceso emocional
Y cuanto podrían cambiar ello/as si cambiaba yo.
Algunas pautas me ayudaron a cambiar el chip.
Te las comparto por si te ayudan a ti
- Casi nada es personal. Y esto me costó la vida entenderlo. Pero lo cierto es que eso que tú te tomas como una afrenta personal, casi siempre “te toca” simplemente porque “pasabas por allí”. Y créeme que todo cambia cuando metes tu ego en el armario.
- Siempre serás mejor en algo que alguien. Ergo, siempre tu mera presencia incluirá de serie probabilidades de provocar sentimientos desagradables en alguien. Es la vida. Y desde luego no se trata de ser peor solo para no molestar sino de asumir que eso que los sociólogos llaman la “comparación social ascendente” genera mal rollo per se en quien, al compararse se siente inferior. Y he dicho bien lo de “se siente”. Porque eso no significa en absoluto ni que lo sea, ni que tengas derecho a tratarle como si lo fuera.
- Tratar de gustar a todos puede acabar contigo. También nos viene de serie a los humanos la pretensión de agradar a quienes nos rodean. Somos animales profundamente sociales y protegemos con fiereza nuestra reputación. Pero mantenerla frente a todos no solo es una tarea titánica, sino absurda. Es imposible. Por estupendo/a que seas, siempre habrá quien no te mire, no te valore, no trague. Lo de entender por qué podrías despertar en ciertas personas sus peores instintos es harina de otro costal.
- Entender ayuda a gestionar. Y si bien tu impulso natural sería evitar al tóxico, mi recomendación es que no lo hagas antes de haber tratado (en serio) de ponerte en sus zapatos. Escuchando lo que no te dice. Y también preguntando abiertamente que piedra tiene en el suyo. A veces, contra todo pronóstico, funciona.
- Tratar de ayudar desactiva recelos. La amabilidad y el ofrecimiento sincero de ayuda suelen desactivar muchos malos rollos. Tal vez ese tóxico pase de verte como un obstáculo en su camino a verte, si no como un aliado, al menos como un apoyo. Ya sé que chirría, pero tendríamos que acostumbrarnos de una vez por todas a eso de que cooperar siempre es más productivo que competir. Aun cuando los frutos tarden algo más en llegar.
- Más positivo es más fácil que menos negativo. Dicen que nuestro cerebro, diseñado para la supervivencia, tiende al foco en lo negativo. Parece lógico pues potencialmente nos afectan más las tormentas que las calmas. Sin embargo es mucho más fácil (y cuesta caer en la cuenta de ello) tratar de potenciar lo que sale bien que de arreglar aquello que va menos bien. Solo que, empeñados en arreglar el mundo, no lo solemos ver. Confieso que desde que me aboné a aquello de ver lo que nos une y no lo que nos separara, la toxicidad a mi alrededor desdenció varios enteros.
- Dientes, Dientes que joden. Para cuando todo falla, nada mejor que esta lección de vida de la simpar Isabel Pantoja. Nada que añadir.
Durante años me quejé de cuánto llovía.
Hoy he entendido algunas cosas
Que hasta en el desierto del Sáhara llueve de vez en cuando.
Que vives la lluvia de un modo diferente cuando le has hecho con un bonito paraguas y unas botas de agua de lo más cuquis.
Y que, que llueva o no, no depende en absoluto de ti.
La vida no es lo que te pasa. Es lo que tú haces con eso que te pasa.
Son muchas las veces que nuestra mera presencia incomoda. Algunas, podemos tratar de darle la vuelta.
El esfuerzo suele compensar.
