Se habla mucho en estos tiempos del aprendizaje permanente. Se nos trufan los discursos de upskilling, reskiling, learnability, longlife Learning… y demás zarandajas en inglés. Pero, dicho en román paladino, de lo que no queda duda es de la necesidad que tenemos todos, como profesionales y como personas, de preocuparnos y ocuparnos, motu propio, por estar más o menos al día en un contexto donde casi nada es hoy como era ayer.
De las dificultades de pasar de un esquema de formación tradicional, donde la formación “por decreto” te llega en forma de cursos que la empresa o la vida te va poniendo en los morros, a un tipo de formación más autodidacta y “a medida” en formatos, ritmos y materiales, donde eres tú quien va tirando del carro, ya hemos hablado mucho en este blog.
Asi que hoy quiero detenerme en el paso anterior: en cuando ni siquiera eres consciente de ese algo que deberías aprender. En ese estadio que llaman la incompetencia inconsciente.
Un estadio en el que, para muchísimos temas, aún estamos todos.
Un estadio de bendita ignorancia.
Me sale lo de bendita porque no duele.
O al menos eso creemos.
Pero la realidad es que esa situación donde no eres consciente ni de cómo otros te están moviendo la alfombra bajo tus pies, ni de lo fácil y divertido que puede ser ese mundo al que te cierras, tiene de bendita tiene lo que yo de monja.
Subestimar, o directamente ignorar, algunos mundos que ya deberías conocer, al menos de refilón, conlleva un cierto peligro. Que no deriva tanto del hecho de no saber, sino de una actitud que denota lo poco abiertos que estamos a aprender y, al mismo tiempo, lo poco que valoramos al que sabe.
Vale, compro lo humano que es mirar por encima del hombro, o directamente hacer como que no existe, a todo aquello que no tenemos o que imaginamos que nos costaría tener. Pero que sea un comportamiento de lo más inercial y frecuente no quiere decir que no debamos hacérnoslo mirar, ¿no?
No sé si has caído en la cuenta de los peligros que corres en ese estado de incompetencia inconsciente. Yo creo que, como poco, son éstos:
El no saber
Y créeme que este tal vez sea el menor de los peligros. Porque el conocimiento humano es tan infinito que es obvio que nunca podremos acceder más que a una pequeña parte de él.
Solo que no es lo mismo aceptar que el mapa de todo aquello que no sabremos nunca es infinito, que asumir que, aunque así sea, no debemos hacernos determinadas preguntas. Yo soy de las que piensan, y te lo voy a decir con todas las letras, que dejar de preguntarse cosas es comenzar a morir.
Es precisamente lo que no sabemos lo que hace que los humanos queramos saber más cosas. No es difícil convivir con la idea de que hay muchas cosas ahí fuera que jamás conocerás. Lo que encuentro peligroso es hacerlo con el hecho de que esto te dé igual, olvidando lo que puede llegar a emocionar la búsqueda incesante de todo eso que nos es desconocido.
Porque, por otra parte, si ya lo supiéramos todo, ¿no sería la vida sería muy aburrida?
El no valorar al que sabe
El problema de no saber distinguir al que sabe, y por tanto de no valorarlo, no es de precio sino de escucha. El otro día leí que, entre las generaciones más jóvenes, comienza a acuñarse el término ser un cuñao (así escrito) como sinónimo de listillo que de todo habla sin de nada saber o de simple charlatán de feria, de esos que algo saben de lo suyo pero ni escuchan ni callan.
Cuando no sabemos, tampoco podemos distinguir al buen consejero del cuñao y entonces nos creemos lo que nos dice, o aún peor, lo que nos aconseja el primero que pasa. Y como ese rol de perpetuo opinante parece ser hoy reñida competencia del de “instagrameante” pues, ya está montado el lío… sin que tú te hayas coscado de en manos de quién has dejado el timón de tu barco.
El no tener intención de preguntar
Como nos puede el famoso sesgo de confirmación, hacemos caso a aquello que se alinea con nuestras ideas y descartamos lo que no encaja como si fueran excepciones: “No es importante lo que no sé, no es necesario que me cuestione si debería saber más, seguramente que no será para tanto cuando este otro tampoco se pone…”.
La senda que nos marca nuestro cerebro más animal nos lleva a preferir el parlamento que nos deja donde ya estamos, porque es lo que suena más parecido a nuestro pensamiento pre-establecido. Así que nos sumamos a quienes siguen en la incompetencia inconsciente sin cuestionarse nada más, buscando nuestra coartada en compañeros o jefes a quienes esto de la curiosidad les parece cuestión de moscas cojoneras o de culos absurdamente inquietos.
El no tener necesidad ni motivación para saber
Hay necesidades sin importancia y necesidades importantes. Pero solo nos motivan las que sentimos importantes. Así es que confundirlas puede llevarte a un estado de complacencia que podría resultar peligroso.
Solo cuando ves tu formación como una necesidad permanentemente insatisfecha por definición, como un objetivo siempre abierto, tienes opciones de activar tu motivación acercarte a cosas nuevas.
Solo cuando te impides estar del todo contento con tu conocimiento actual, eres capaz de poner en juego los recursos y el tiempo que necesitas para mejorarlo.
Y ese es el quid de la cuestión. ¿Cómo se enciende la chispa de las ganas? ¿Cómo se pasa al estadio de incompetencia consciente, a ese caer en la cuenta de todo lo que necesitas aprender?
Sólo es posible hacerlo desde la consciencia de hasta qué punto estás en ese estado de incompetencia inconsciente.
Y activar esa consciencia solo puede ser una decisión consciente, si me permites todos estos juegos de palabras. La motivación para ese aprendizaje perpetuo que hace de un profesional una persona intelectualmente activa y valiosa solo surge de una decisión propia, nunca de una necesidad impuesta por terceros.
Es la diferencia entre aprender por ganas y hacerlo por necesidad.
Vivimos el mejor momento de la historia para crecer. Hoy quien no sabe y quien no aprende es porque no quiere.
¿Puedo invitarte a que no seas tú uno de ell@s?
