De la pandemia a esta parte algo parece moverse en el proceloso mundo del mercado laboral.
- Millones de estadounidenses han dejado su puesto de trabajo en un movimiento que se ha denominado the great resignation (La gran renuncia).
- Se convierten en vox populi, basculando entre la sorpresa y cierta indignación, comentarios sobre la mayor “exigencia” de los jóvenes que comienzan a entrar en el mundo laboral, sobre todo en términos de flexibilidad, trabajo remoto y conciliación.
- Y en menor medida, pero con cierto peso específico se habla del el quiet quitting o renuncia silenciosa, otra tendencia laboral que consiste en mostrar tu enfado con la empresa yendo a trabajar para “hacer lo mínimo”.
Le llamemos como le llamemos y sean cuales fueren los síntomas, lo que parece es que cada vez hay más gente, si no del todo cabreada, al menos si con cierto disgusto hacia la empresa en la que trabaja. Son legión quienes dicen sentirse ni valorados, ni bien tratados, ni comprendidos por su empresa.
Ante estos hecho, me pregunto si estamos ante una tendencia de dejar de vivir con el piloto automático puesto (y, si esto fuera así, no cabe duda de que sería algo muy positivo) o ante una putrefacción generalizada de la cultura corporativa, que se ha ido “desgastando” en un caldo de cierta desadaptación tecnológica, de valores, generacional y/o de mentalidad.
Supongo que ambas cosas no son excluyentes y de hecho, suceden a la vez.
Sea como fuere, lo que está cada vez más claro es que algo está cambiando. Y que también hay cosas que nunca lo hacen.
A lo mejor es ahí donde está el quid de la cuestión.
Las personas siempre tendremos necesidad de dar sentido a lo que hacemos
Todos tenemos cierta necesidad de trascender y de dar sentido a ese trabajo que tantas horas nos ocupa. Aunque muchas veces sepamos mejor de qué queremos huir que hacia dónde vamos.
Por eso, lo que es seguro es que todo se estropea cuando sientes que “la empresa no te comprende”. Y aquí da igual si el que «no cumple» eres tú o ella.
La gente se va de los jefes, se va de los proyectos, se va del mal ambiente… Pero lo que no escucho decir a quienes, en cualquiera de las modalidades “dejan” su trabajo, es que se han ido porque “la cultura de la empresa era tóxica”.
“La cultura corporativa” siempre será es un concepto demasiado intangible
Porque “la cultura corporativa” es como una especie de cajón de sastre en la que todo cabe y nada se encuentra. O bajas el término a comportamientos y a conceptos más concretos o no identificas motivos (ni para irte ni para quedarte) en ella.
Sin reglas, manifiestos o esquema de comportamientos y valores claros (que ojo, algunas pocas empresas sí tienen) no se puede entender lo que realmente hay detrás. Ni siquiera ver dónde quieren estar y qué es lo importante para ellas.
La mayoría, reconozcámoslo, no establecen una propuesta de valor ni medio clara hacia el empleado que le aporte un buen motivo para levantarse cada mañana.
Pero, «la cultura» es un buen chivo expiatorio. Tenga o no la culpa.
Todo es una cuestión de relaciones
Esta es la clave, porque en el fondo, las personas solo buscamos una cosa: relaciones sanas y “sostenibles”
Por encima del propósito, de la visión y hasta del sueldo, el meollo está siempre en el tema de las relaciones. Porque, somos seres relacionales y no sabemos definir del todo el sentido de una actividad si no hay un componente de valor o servicio para los demás.
El trabajo, por tanto, necesita de salud en lo relativo a compartir y a relacionarse.
Pero no son “las empresas” (así dicho en abstracto) quienes deben garantizar este contexto definiendo una “cultura corporativa”.
Las empresas no son otra cosa que las personas que en ellas trabajan.
Así es que esta labor nos toca a todos. Las organizaciones tendrán que dar, pero de la misma manera, todos somos responsables de pedir (o de lo que sucede cuando no lo hacemos).
Para poder aferrarnos a lo que no cambia, toca cambiar algunas cosas
En concreto, soy de las que piensan que hay algunos cambios de comportamiento (para hacer y para exigir) que comienzan a ser imprescindibles:
- Como el incorporar parámetros de medida y retribución complementarios a esos que han marcado las pautas de gestión en los últimos años. Teniendo en cuenta no solo a efectividad sino también la medida en que contribuimos a generar afectividad en nuestro entorno laboral ya sea con compañeros, jefes, subordinados, proveedores, personal administrativo y de servicios o clientes.
- Como el preocuparnos y ocuparnos por establecer relaciones (físicas y digitales) más empáticas y humanas. Haciendo que sea de nuevo protocolo (y mirando mal a quien se lo salte) volver a saludar, despedirse y preguntar por cuestiones de índole tanto personal como laboral cuando tenemos pistas de que preocupan y ocupan al colega. Sí también en un email y aunque lo contestes desde el móvil.
- Como el abrir debate, dándoles todas las vueltas que hagan falta, a nuestros por qué y para qué. Dejando un poco de lado ese foco excesivo que últimamente hemos puesto en los cómo. Volviendo a tener claro que los fondos importan tanto como las formas.
- Como el imponer acciones de ayuda y acompañamiento como una tarea más que no es perder el tiempo sino invertirlo. Y no solo esa “ayuda obligatoria” a quienes llegan nuevos (onboarding lo llaman ahora pero ni te presentan al equipo), sino a todos. Y de manera muy especial a esos jefes que, los pobres, acostumbrados al camino “de siempre” ahora no saben por dónde tirar.
- Y como el asumir que esto “el buen ambiente” es tarea de todos. Imponiendo la colaboración radical y la cocreación hasta en la más “sagrada” de las tareas: el liderazgo. Porque, insisto, ocupes el rol que ocupes, tienes capacidad para influir. Todos sumamos (o restamos).
No.
No hay «empresas con culturas tóxicas». Por bien que nos venga echarle la culpa a “la cultura».
Hay algunas (las menos) personas tóxicas. Y muchísimas (demasiadas) esperando que cambie el de al lado.
Te invito a pensarte lo de empezar predicando con tu ejemplo.
