Ante cada nuevo reto, pocas cosas hay tan refrescantes como plantarse y pararse a respirar, escuchando tus tripas para ver cuánta carne estás dispuesto a poner en el asador.
Y ante esa «tu rutina por defecto” de que vas a dejarte la piel en ello, nada es tan liberador como asumir que, tal vez, esta sea la vez en que no vas a hacer eso que sea que tienes que hacer en “modo matrícula de honor”.
Créeme que darte permiso para dejar de ser siempre de 10, aspirando por una vez a ser un poco menos ordenada, un poco menos activa y un tanto menos de perfecta, es una bendición.
Y no, no se trata de ser a partir de ahora una zaforas, ni de bajar la calidad ni de tu trabajo, ni de tus relaciones, ni de nada.
Se trata más bien asumir que hay muchas veces en las que no puedes (o no quieres) llegar a todas las bolas. Y que no pasa nada por dejar pasar algunas. Ni por darle de cualquier manera a otras.
El placer del imperfeccionismo
Tratar de que todo sea perfecto implica dar todo lo que puedes y más. Y, te pongas como te pongas, no solo no siempre es posible. Sino que puede acabar con tu salud… y con la de los que te rodean.
Además, es que casi nunca sucede que todo depende de ti.
Yo siempre entendí el perfeccionismo como el arte de hacer las cosas siempre como mejor sabías y podías, y si era posible, un puntito más. Como el arte de no desmayar.
Y fíjate que ahora empiezo a entender que esta “capacidad” para entender cuándo darlo todo, cuándo mediopensionista y cuándo pasar de largo es la mejor forma de perfeccionismo.
Equilibrar esfuerzo y beneficio es un arte. Contextualizar el potenciómetro de tu energía acorde al contexto (y aquí se incluye casi todo, incluido tu propio momento vital) es sabiduría de la buena.
Margaritas a los cerdos, las justas.
Inteligencia contextual, a tope
No es posible sentirse en equilibrio con un contexto que rompe una y otra vez nuestros esquemas (al menos lo hace con los míos), sin desarrollar una mirada multifocal capaz de saber “dónde estás” en cada momento para adaptar tu conducta haciendo que tu aportación “funcione” en ese momento y lugar.
Darme cuenta de cómo una misma palabra cobra significados diferentes, no solo en cada contexto sociocultural sino también en el contexto particular de cada persona, y cómo esto suele ser fuente de malentendidos, conflictos, pérdidas de tiempo y fracasos (justo todo lo que te gustaría evitar) ha sido revelador.
Por ello, además de usar muchísimo más el diccionario, me esfuerzo por desarrollar algo así como una “inteligencia práctica” que extrapola lo que ves y lo que intuyes para que lo que hagas tenga sentido en “tu aquí y ahora”. Para que incluya en la ecuación lo objetivo y lo emocional tanto desde el punto de vista propio como del de las personas implicadas en el caso.
Entender qué les motiva, qué saben, qué ignoran, cuál es la realidad en la que viven y qué es lo que tiene significado para ellos me sirve para saber si funcionaremos mejor con sugerencias, con decisiones que vienen dadas o con preguntas abiertas.
Sólo ponderando cada idea por su contexto, puedo ir recalculando mi ruta para adaptarme a todos los obstáculos que me plantea.
¿Cómo se desarrolla esa inteligencia contextual?
Entendiendo que cada uno de nosotros vive en dos realidades paralelas, la del mundo exterior y la de nuestro interior, que es el patrón con el que interpretamos el contexto y con el que procesamos las interacciones y experiencias que tenemos en él.
Y que solo balanceando ambos escenarios educaremos nuestra visión de largo alcance y vigilante del contexto que nos permita presentir oportunidades, evitar amenazas y saber cómo actuar.
Por tanto, el autoconocimiento, la observación interna de quiénes somos, qué queremos y qué podemos hacer, es el primer paso. Un ejercicio de interiorización que toca combinar con un esmerado cultivo de la curiosidad por lo todo lo que nos rodea. En forma de lectura, de preguntas, de escucha a personas relevantes, de participación en proyectos colaborativos y de mucho mimo hacia nuestra agenda de contactos.
Entendiendo que, si el autoconocimiento debe ir enfocado al servicio y al aporte de valor al otro, la “lectura contextual” debe focalizarse en la empatía, en observar y escuchar con interés real al otro, especialmente a quienes son diferentes.
Se trata de comprender más que de saber, de ser sensible a otras formas de pensar, necesidades y costumbres. De no avasallar con “nuestro libro” sin haber dedicado tiempo a bucear en lo que necesitan realmente.
De igual forma, esto pasa por aprender a interpretar situaciones nuevas a través de experiencias anteriores.
Colocarse en más lugares y situaciones difíciles (bien resueltas o no) ayuda. Como también lo hace el relacionarnos con cuantas más personas y más diferentes podamos. Buscar la confluencia participando en más proyectos interdisciplinarios, en más conversaciones en comunidades y en más asociaciones es una excelente manera de adquirir distintas ópticas de ver y resolver.
Y por descontado, entendiendo que, si la comprensión de los límites de nuestro conocimiento es un proceso complicado que ha irritado a los filósofos desde Platón, no podemos esperar que no nos “escueza” a nosotros.
No se trata de hacerlo peor
Abandonar la esperanza en dar con el jefe perfecto, el proyecto perfecto, el equipo o el cliente perfectos es, para empezar a hablar, relajarte en el caos. Renunciar a la agotadora lucha por arreglarlo todo es liberador
Yo no busco hacer las cosas peor. Ni ponerme a la altura de quienes las hacen peor.
Solo permitirme ver lo maravillosamente productivo que te vuelves cuando renuncias a la búsqueda de la excelencia a ultranza. Y de cuánto más fácil se vuelve hacer cosas audaces una vez que aceptas que nunca llegarás a más de un puñado de ellas, que algunas quedarán reguleras y que, estrictamente hablando, ni siquiera es necesario hacer alguna de ellas.
Se trata de lo mágica que se vuelve cualquier actividad cuando la pones en contexto asumiendo con total tranquilidad que no estás dispuesta a poner toda la carne que tienes esta vez en este asador. Que o la ocasión no lo merece, o tú no tienes el cuerpo para jotas.
Ser un ser humano no es un problema que tengas que resolver.
Asumir que tus limitaciones y las de quienes te rodean (las temporales, la contextuales y las permanentes) no son obstáculos para entregar cosas suficientemente buenas (e incluso cojonudas) es, creo, el mejor punto de partida para que acaben siendo algo de lo que te sientas, contra todo pronóstico previo, profundamente orgulloso de lo que consigues aportar.
Porque ser más sensato, más libre, más socialmente conectado y más adaptado al contexto siempre es una perspectiva liberadora y energizante.
Y esa sensación siempre trae cosas buenas.
Incluso las que ni de coña esperas.
