Fue Bernard Shaw el que dijo que el mayor problema de la comunicación es la ilusión de que haya tenido lugar. Y es verdad. La inmensa mayoría de nosotros estamos todo el día comunicándonos en el trabajo, con jefes, compañeros, clientes, proveedores… con un montón de personas. Así que comunicar bien, hacerse entender, es fundamental. Porque si no lo conseguimos, tendremos el problema de que las otras personas van a interpretar a su antojo lo que hemos dicho, o van a suponer una intención en lo que no hemos dicho que puede que no sea correcta. Esto se debe a que la mayoría de nosotros, sin darnos cuenta, tendemos a suponer demasiado y a ver las cosas bajo nuestro propio prisma, matizadas por nuestra subjetividad.

Tenemos que ser conscientes de que no todas las palabras tienen el mismo significado para todas las personas. Por ejemplo, tenía un compañero bastante algo mayor que yo que solía referirse a las chicas de la oficina con la palabra “niña” de una manera que estoy seguro que intentaba ser cariñosa pero que sonaba como poco demasiado condescendiente sino ofensivo para muchas de las receptoras del apelativo. A eso me refiero con lo de la subjetividad de los mensajes: una misma palabra no significa lo mismo para una persona o para otra.

A veces damos por sentado que el receptor nos va a entender y acortamos el mensaje por comodidad, o utilizamos expresiones que tienen sentido para nosotros y no para los demás. Cuántas veces nos dicen cosas como “eso háblalo con operaciones” en una empresa donde el departamento de operaciones lo conforman cientos de personas… ¿con quién exactamente debería hablarlo? La consecuencia de no concretar bien los mensajes es que habitualmente, cuando no estamos seguros de haber entendido bien, preferimos suponer a preguntar, lo que puede llevarnos a grandes malentendidos.

Es curioso que inconscientemente solemos llegar a conclusiones que asumimos como ciertas en base solamente a indicios en las actuaciones de los demás, lo que se explica muy bien en este breve cuento:

«En la sección de alimentación de un supermercado se encontraba una mujer inclinada, mientras escogía unos tomates. En aquel momento sintió un agudo dolor en la espalda, se quedó inmóvil y lanzó un chillido. Otra clienta, que se encontraba muy cerca, se inclinó sobre ella con gesto de complicidad y le dijo: Si cree usted que los tomates están caros, aguarde a ver el precio del pescado…»

Esto sucede con frecuencia en el trabajo, con consecuencias que pueden ir mucho más allá de un malentendido puntual. A veces interpretamos acciones de los demás que son en realidad un mero descuido como si fuera un ataque deliberadamente hostil hacia nosotros. o como reza el principio de Hanlon “Nunca atribuyas a la maldad lo que se explica adecuadamente por la estupidez»”. En esos casos, estamos suponiendo algo que sin duda cambiará nuestra actitud hacia estas personas, lo que moverá a su vez  a esas otras personas a comportarse de forma poco amigable con nosotros. En definitiva, lo que asumimos de otra persona o situación condiciona nuestra actitud hacia ellos, lo que nos acaba devolviendo como un espejo, nuestra propia actitud. Es decir, se puede cumplir tanto el “piensa mal y acertarás” como un “piensa bien y acertarás”

En definitiva, deberíamos asegurarnos siempre de que hemos entendido correctamente lo que el otro ha querido decir. Nos da miedo preguntar y preferimos sospechar la verdad a confirmarla, que es como elegir lo que preferimos ver reflejado en el espejo.