Casi todos necesitamos ya una guía experta para navegar en un mundo que se ha vuelto cada vez más complejo. A la hora de tomar decisiones, cada vez nos cuesta más acertar.
Confiamos en expertos. Pero también, conscientes o no, en algoritmos, aplicaciones y procedimientos.
Hasta tal punto que están a punto de secuestrar nuestro pensamiento.
Eso, si es que no lo han hecho ya…
¿No llega el momento de plantearnos eso de recuperar el control, de pensar por nosotros mismos?
Nos estamos perdiendo en el dulce sopor de la recomendación
Todos, en alguna u otra medida.
Si, tú también.
Piensa en cuánto te has dejado influir por recomendaciones en la última compra que has hecho. En cuánto caso has hecho a tu médico y cuánto a Google Doctor en el tratamiento de tu última dolencia. En cuánto has obedecido a tu navegador sabiendo que esa no era la mejor ruta pero temiendo el por si acaso me pierdo. En cuánto has arriesgado siguiendo los consejos personalizados de esa App que te ayuda a ahorrar.
Has seguido las directrices de algoritmos.
A veces has opinado y tomado el control… y la mayoría de las veces, tal vez no tanto.
Y en esos casos, siento decirte que has subcontratado tu decisión.
Y que, más de las veces, lo has hecho sin control de calidad ni supervisión de rendimiento y resultados.
Nuestro cerebro está programado para la optimización
Cuando no llegas a todo, subcontratar no es mala opción.
Todos lo hacemos alguna vez.
Yo es que de Hacienda paso, yo es que no sé ni abrir el capó del coche, a mí es que siempre me engañan con el pescado… mejor házmelo tú.
¿Por qué no deberíamos confiar en quien parece saber más?
Por supuesto, debemos seguir haciéndolo.
Los consejos de quien sabe más (personas o algoritmos) son útiles y en algunas ocasiones, esenciales. Las aplicaciones que filtran y comparan, que nos facilitan la búsqueda, que simplifican las opciones ayudan sin duda a no perdernos en el ruidoso zoco en que se ha convertido el mundo y nuestra ventana a él que es internet.
Pero en un contexto donde las opciones no dejan de aumentar de manera exponencial y con un cerebro programado para optimizar las decisiones que toma, la ansiedad de no acertar crece cada día más.
De hecho, el FOMO (fear of missing out) no es solo una cuestión estrés por la “envidia” de esas vidas mejores que la nuestra retratadas en Instagram. En su acepción más amplia, el FOMO es el malestar, elevado a distintas potencias, que nos surge cuando entendemos que, por muy buena que sea la decisión tomada, con toda probabilidad hay ahí fuera una aún mejor que hemos dejado pasar.
Y entonces damos click y nos dejamos “aconsejar”.
Por quien sea.
Con los ojos cerrados.
Sin nada preguntar.
Confiamos tanto en la tecnología que hemos perdido la perspectiva. Que no nos cuestionamos si lo hacen bien o mal.
El problema no es no contar con ella. El problema es hacerlo a ciegas y sin plantearse absolutamente nada más.
La paradoja de la multiplicidad de opciones
Siempre defendí que era bueno tener dónde elegir.
Lo sigo haciendo.
Solo que, nos guste reconocerlo o no, los humanos somos nefastos poniéndonos límites.
Y en un mundo que ha pasado de hacer de la escasez lo habitual a que la norma sea tener más opciones donde elegir que estrellas en el cielo de una noche de verano, la mayoría nos hemos emborrachado.
El problema no es tanto que las opciones existan, que como digo, está más que bien.
El problema es lo mal que nos sienta a la mayoría darnos cuenta de lo grande que es el campo que tenemos para elegir.
Porque nuestro cerebro está programado para elegir lo óptimo. Y cuando la oferta nos desborda y además no tenemos garantía de saber a qué caballo apostar… ¡plash!
Parálisis por análisis, que decimos los ingenieros.
O subcontratación a terceros.
Los expertos defienden (o al menos lo hicieron hasta ahora) que tener más opciones siempre sería mejor. Porque tú siempre puedes ignorar todas las posibles opciones que te venga en gana.
Pero no parece ser eso lo que pasa con más frecuencia en la vida real.
A la mayoría, demasiadas opciones nos desbordan.
El malestar de una elección difícil y la tentación de delegar se sientan juntas a cenar.
No hace tanto, los filtros te los ponía el mundo: En Valladolid siempre ves menos zapatos que en Madrid.
Hoy te los pone la tecnología.
Así que la pregunta es, ¿es eso un problema mayor?
Esto no va de eliminar nuestra dependencia de aplicaciones que “deciden” por nosotros
Va de entender cómo lo hacen, qué intereses hay detrás,
Viví en los 90 los primeros tiempos de la subcontratación, y ni el eufemismo de llamarlo outosourcing me impidió echarme las manos a la cabeza cuando no había control de calidad o penalización por incumplimiento.
El problema no está en subcontratar.
Está en hacerlo sin criterio, por defecto y sin ser conscientes de que lo hacemos. Y por supuesto sin tener ni pajorera idea del nivel de calidad de la decisión que vamos a tomar.
Si subcontratas tus decisiones, al menos que sea una decisión proactiva y deliberada.
Por mucho que sientas que la tecnología te supera, por mucho que te abrume el panorama infinito de opciones o de información, por mucha pereza que te de o por muy escaso de tiempo que vayas, dedica un segundo a decidir si pilotas tú o cedes el control.
Y si lo cedes, trata de entender qué limites y sesgos tiene ese “piloto automático” en cuyas manos te has puesto.
La toma de decisiones es un campo de estudio que me apasiona. Prometo más entradas 🙂
De momento, pon foco en recuperar el control de quien y con qué mimbres toma tu próxima decisión.
