Dicen los estudios que la mayoría de las personas somos infelices en nuestro trabajo. Y que cuando analizamos las causas, siempre es el jefe quien se lleva la peor parte. Parece que nos cargan demasiado, que ni reconocen ni recompensan nuestras aportaciones, que no cumplen sus promesas y que siempre ascienden a la persona equivocada. Que les importamos un pimiento y que les importa otro conocernos y saber qué nos gustaría hacer.

Pues hoy, aún a riesgo de ganarme vuestra ira, tengo que decir que no estoy de acuerdo.

Porque, aunque haya personas más empáticas, ecuánimes y generosas que otras, no me creo las conjunciones astrales que hacen que todos los malos bichos asciendan, ni que el micropoder que da ser jefe malee tanto a la gente.

Nos cuesta reconocer cuánto hemos puesto, o dejado de poner, de nuestra cosecha para que las cosas sean como son. Sin embargo, tenemos una gran responsabilidad (si no queréis llamarlo culpa) en lo que nos pasa. Nos encanta echarle la culpa a otros, y cuando encima, el otro pertenece a un grupo social diferente al nuestro, lo hacemos con suma alegría.

Permíteme que repasemos alguno de esos pecados capitales que achacas a tu jefe.

  • Me carga de trabajo. Vale, es que su función es pedir. Pero tú siempre puedes acordar con él o ella plazos o condiciones. Cuando algo ha de hacerse, ha de hacerse, pero aún no he visto que una argumentación que le pida una priorización de tareas no tenga el más mínimo predicamento. ¿O será que lo que te fastidia en el fondo no es lo que te encarga a ti, sino lo que les encarga (o deja de encargar) a otros?  ¿O no será que dices a todo que sí sin más en espera de una recompensa tácita que nunca has pedido explícitamente?
  • No me reconoce. No digo que no tengas razón, pero ¿te has asegurado de que entiende el valor de tu aportación? ¿Le has dicho alguna vez cuáles son tus aspiraciones profesionales? ¿Has comentado en qué proyectos te haría feliz participar? Ojalá las recompensas fueran infinitas y generalizadas (aunque ello me lleva a pensar si les daríamos entonces suficiente valor) pero lo cierto es que no lo son. Si no le cuentas qué tipo de cosas te harían sentir bien, esperar que sucedan es casi como acertar la primitiva.
  • No se preocupa por mí. Más allá de cargos, si no entendemos que “el jefe” es simplemente una persona como tú, que puede que incluso también odie a su jefe, nos irá mal. Las personas siempre dan en proporción a lo que reciben, y si tú no le preguntas por la evolución de su madre enferma o no le felicitas en su cumpleaños, ¿por qué te molesta que no lo haga contigo?
  • Siempre sube al que le hace la pelota. Aun cuando en algún caso sea cierto, no te engañes, lo único que busca un jefe es alguien que le solucione la vida. Así es el primer paso debería ser plantearse cuánto contribuye tu trabajo, y tu actitud, a ese fin. Y cuáles de las capacidades que estás dispuesto a poner en juego “conectan” con sus necesidades actuales. Podrás ser el mejor programador del universo, pero igual ahora necesita alguien que le gestione el presupuesto al céntimo… El esfuerzo (e incluso el talento) no tienen nada que ver con los ascensos. Solo la “sintonía” en cubrir las necesites del momento cuenta.
  • No busca mi desarrollo, no aprendo nada en lo que hago. Vale. Son muchos los jefes que se limitan a trabajar según les marcan y no se plantean el dar a la gente la posibilidad de desarrollarse siguiendo sus pasiones y sus intereses. Pero si tú tienes claros los tuyos y buscas la manera de conectarlos con los suyos, seguro que encontraréis juntos una ecuación que funcione. No vas a la oficina a hacer lo que te gusta, pero si encuentras la manera de que eso que te gusta sirva a sus intereses y planteas proyectos consistentes, seguro que te escuchará. Y aunque no lo consigas, al menos entenderás qué otros “huecos” de desarrollo sí te permite.
  • No me da ningún feedback. Hacer críticas no es fácil, por muy constructivas que éstas sean. Pero si de verdad te preocupa saber lo que piensa de tu trabajo, pídelo. Casi nadie se niega a tomar un café para charlar sobre cómo estás haciendo las cosas. Eso sí, escucha primero y no caigas en la tentación de convertirla a la primera de cambio en un partido de tenis donde vas a la defensiva. Para que tu jefe te acabe gustando, la mejor táctica es gustarle tú a él, así que trata de poner de relieve esa parte de ti que le encaje mejor.

Más de la mitad de las personas que dejan su puesto de trabajo lo hacen por la relación que tenían con su jefe. Yo a veces pienso que menos mal que ellos no pueden dejarnos a nosotros. Porque muchas veces tampoco nosotros damos la talla.

Y en esta nueva era digital, nos toca más que nunca, a todos, comenzar a lideraros a nosotros mismos, empezando por tomar la voz cantante en la mejora de la relación (que es de servicio, no lo olvidemos) que tenemos con nuestros jefes.

No podría acabar sin dedicar este post a quienes son o han sido mis jefes. Aprendí de todos y con casi todos conseguí entenderme 🙂

@vcnocito