A mis años, llevo ya sufridos unos cuantos jefes. Ojo, no penséis que todos ellos han sido un calvario, porque eso dista mucho de la realidad. De hecho, la mayoría de los jefes que he tenido han sido buenos, e incluso muy buenos; grandes profesionales de los que he podido aprender, y a los que me gustaría parecerme. También ha habido excepciones y temporadas que he pasado con jefes que no me han gustado. Pero esto lo dejamos para otro día.

Mis jefes me han enseñado conocimientos técnicos, me han enseñado a relacionarme y moverme dentro de la empresa, a tener paciencia, a respetar las opiniones de los demás, a saber escuchar con cautela, y un sinfín de cosas más. Pero si hay algo que he apreciado siempre en mis jefes y que les agradezco, es la libertad que me han dado para trabajar. Me explico:

Es obvio que un jefe tenga que fijarte los objetivos, los plazos de las tareas, y que tenga que ejercer una función de control sobre tu trabajo. Hasta ahí, todo correcto. Pero si la labor de control es exagerada, hasta el punto de que no se te marca sólo el qué has de hacer, si no el cómo con pelos y señales, lo que se sufre es una pérdida de motivación absoluta. Llegas a la conclusión de que no aportas nada, y que tu función se limita a la de “secretaria de lujo”, pintando con colores o escribiendo en un papel el proyecto de otro. Se acabó la creatividad y el sentido del trabajo; te sientes inútil e improductivo, por una cosa tan sin sentido como que….¡¡No me dejan aportar!!!

Revisaba hace poco un vídeo de Daniel Pink (un gurú de la motivación y la creatividad) en Cinco Días en el que justamente se trataba este tema, y hablaba de una experiencia que se había llevado a cabo con profesionales de Bellas Artes a los que se les encargaba una obra libre, o bien se les daba una especificación concreta sobre colores, tamaños, lugar de exposición…. La conclusión a la que se llegaba cuando los expertos juzgaban las obras es que técnicamente todas eran igual de correctas; pero las obras libres tenían un valor creativo mucho mayor. Y coincido plenamente con las conclusiones empíricas del estudio.

Cuando eres joven, ¿qué mejor modo de motivarte que el hecho de que te fijen un objetivo y te dejen libertad para que lo consigas? En el trayecto te estrellarás varias veces, pero eso te hará aprender y crecer. Y lo que aprendes tras haberte equivocado, normalmente no se te olvidará nunca. El hecho de tener que gestionar la libertad es un reto en sí mismo, porque tendrás que demostrar que puedes con ello, y que eres capaz de conseguir el objetivo por tus propios medios y con tus habilidades. (Y ojo, no estoy diciendo con esto que tu jefe pueda desentenderse de ti sin hacerte ni caso).

Y cuando eres mayor, ya tienes una experiencia, y has demostrado en innumerables ocasiones tus capacidades para gestionar proyectos y a ti mismo… ¿qué hay más desmotivador que dar con un jefe que pretende controlar hasta el tipo de letra con el que escribes los títulos Power Point?

Señores jefes, reflexionen, no vaya a ser que ese ánimo por controlarlo todo, con el loable fin de que todo salga bordado, acabe dando al traste con el proyecto. Eso no es bueno para nadie.